Nunca entendí por qué elegí esa calle aquella tarde de otoño de 1978. Las hojas secas crujían bajo mis botas, y el viento arrastraba un frío que parecía querer infiltrarse bajo la piel. Había escuchado rumores sobre aquella casa abandonada, la “casa de los espejos rotos”, y una mezcla de curiosidad y desafío me llevó hasta allí.
La fachada estaba cubierta de hiedra y polvo; las ventanas, en su mayoría rotas, reflejaban fragmentos del cielo gris y de los árboles desnudos del jardín. Los rumores decían que nadie vivía allí desde hacía décadas. La historia contaba que el último dueño, un hombre llamado Víctor Serrano, había desaparecido sin dejar rastro, y que quienes osaban entrar nunca regresaban iguales, si es que regresaban.
Al abrir la puerta principal, un chirrido resonó en toda la casa como un lamento. El aire estaba denso, con olor a humedad y madera vieja. Me detuve unos segundos, escuchando. Nada. Luego avancé lentamente, con pasos cautelosos sobre el parquet crujiente, cubierto de polvo y hojas secas que se habían colado por las ventanas rotas.
Lo primero que me llamó la atención fueron los espejos. Grandes, pequeños, con marcos dorados carcomidos por el tiempo, cubrían casi todas las paredes. Pero todos estaban rotos, agrietados, algunos con cortes profundos que parecían intencionales. Me acerqué a uno de ellos, un espejo mediano con grietas que atravesaban todo el vidrio. Al mirar mi reflejo, sentí un escalofrío: mi imagen estaba distorsionada, como si el espejo jugara con mis rasgos, alargando mis manos o deformando mi rostro en una sonrisa que yo no estaba haciendo.
Decidí explorar la casa. Cada habitación estaba más deteriorada que la anterior: techos caídos, cortinas rasgadas, muebles volcados y cubiertos de polvo. Pero los espejos permanecían intactos en su mayoría, aunque rotos, y parecía que observaban cada uno de mis movimientos. Un sonido leve, como un susurro de cristal quebrándose, me obligaba a girarme constantemente.
Llegué a la sala principal, donde un espejo enorme, casi del tamaño de la pared, estaba parcialmente cubierto por una sábana negra. Al retirarla, sentí un frío intenso. En el vidrio, mi reflejo estaba sentado en el suelo, sonriendo de manera grotesca, mientras yo permanecía de pie. Por un instante, pensé que estaba imaginando cosas. Pero cuando moví la mano, mi reflejo tardó un segundo en imitar el gesto.
—Has venido… justo a tiempo —susurró mi reflejo, con voz que no era mía.
El corazón me dio un vuelco. Sentí que algo invisible me sujetaba del pecho, presionando, como si intentara arrastrarme hacia el espejo. Intenté retroceder, pero mis pies parecían pegados al suelo. La figura continuaba moviéndose, gesticulando, como si quisiera decirme algo urgente.
Durante los días siguientes, la casa me llamó de distintas formas: ruidos extraños, murmullos que parecían provenir de los espejos, sombras que se movían sin sentido. Cada vez que miraba un espejo, veía fragmentos de algo que no era yo, pero que imitaba mis movimientos con un leve retraso. Una noche, al mirar un espejo pequeño del pasillo, vi a otra persona: una figura femenina, atrapada en el vidrio, que me imploraba con los ojos. No sabía quién era, pero su desesperación me heló la sangre.
Decidí investigar la historia de la casa. Descubrí que Víctor Serrano había sido un hombre obsesionado con capturar la esencia de quienes entraban en su hogar mediante los espejos. Según los rumores, practicaba rituales ocultistas antiguos para atrapar el alma de sus visitantes y mantenerlos prisioneros en fragmentos de vidrio, como parte de un experimento que mezclaba magia y perversión. Cada espejo era una prisión, y aquellos que miraban demasiado podían quedar atrapados también.
Con el paso de los días, mi mente comenzó a flaquear. Sentía que la casa misma me observaba, y que los espejos registraban cada gesto, cada pensamiento. Empecé a escuchar susurros que me decían mi nombre, detalles de mi vida que nadie podía saber. La sensación de ser observada se volvió constante. Cada noche, al apagar la luz y cerrar los ojos, veía reflejos moviéndose detrás de mí, aunque no hubiera espejos frente a mí.
Una tarde, encontré un viejo diario en el desván. Pertenecía a Víctor Serrano. Describía los rituales, los conjuros y los espejos que había dispuesto estratégicamente por toda la casa.
Sus escritos eran caóticos, llenos de instrucciones para “capturar la esencia de los vivos” y advertencias de no romper los espejos antes de que el conjuro estuviera completo. Entre las páginas, una frase llamó mi atención:
"Quien entra aquí, deja parte de sí. Y quien mira demasiado, nunca sale igual."
Esa noche, decidí enfrentar la casa. Coloqué velas alrededor del espejo grande del salón, dibujé un círculo de protección según las instrucciones del diario y me senté frente al vidrio.
La figura apareció de inmediato, más nítida que nunca, con los ojos brillando en la penumbra y una sonrisa grotesca que no reconocía como mía.
—No puedes detenerme —dijo—. Yo existo donde tú existes.
Recité un conjuro antiguo que Víctor había anotado en su diario. El espejo comenzó a vibrar, y mi reflejo gritó, contorsionándose. Sentí que algo intentaba arrastrarme hacia el vidrio, y por un instante, creí que todo estaba perdido. Sin embargo, continué con las palabras, mezclando súplicas y ruegos, hasta que un silencio absoluto inundó la casa. Las velas parpadearon, el aire se volvió más cálido y los espejos dejaron de reflejar movimientos extraños.
Respiré profundamente, pensando que había logrado liberar a los atrapados, incluyendo a mi propio reflejo. Pero mientras recogía las velas, un pequeño fragmento de espejo cayó del marco superior y rodó hasta mis pies. Lo levanté, y mi reflejo apareció dentro de él, mirándome fijamente y sonriendo con la misma expresión grotesca que había visto en el sótano.