Relatos De Medianoche

8. LOS NIÑOS DEL KILÓMETRO 7

Siempre había pasado por la carretera del kilómetro 7 en los suburbios de la ciudad, pero nunca me había detenido. Decían los vecinos que a esas horas, el crepúsculo traía voces de niños jugando, risas que no correspondían a ningún sonido real, y figuras que desaparecían antes de que pudieras verlas bien. Era 1980 y yo, con apenas veinte años, manejaba sola camino a visitar a una amiga cuando decidí detenerme por curiosidad.

El asfalto se extendía frente a mí, rodeado de árboles desnudos por el otoño. A lo lejos, entre la bruma, vi pequeñas figuras jugando. Niños, al parecer de diez u once años, corriendo y riendo. Al principio pensé que eran personas reales, tal vez vecinos del área, pero algo en ellos no encajaba: sus movimientos eran demasiado rígidos, demasiado perfectos. Cuando bajé del auto, un viento helado me rodeó, y la risa cesó de golpe.

—Hola, ¿juegan aquí siempre? —pregunté, intentando sonar casual. No obtuve respuesta. Solo silencio. Di un paso hacia ellos, y uno de los niños se giró. Sus ojos eran completamente negros, vacíos, y su sonrisa parecía estirarse de manera antinatural. Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral—. No deberían estar aquí… —repetí, pero mi voz sonó extraña, como si viniera de otro lugar.

El niño me señaló con un dedo pequeño y delgado, y las demás figuras se detuvieron también. De repente, la niebla se espesó, cubriendo todo alrededor de mí. Intenté retroceder, pero mis pies parecían atrapados por un lodo invisible. Los niños comenzaron a acercarse lentamente, sus risas apagadas llenando mi mente, resonando como un eco interminable.

Recordé entonces las historias que había escuchado de los vecinos mayores: hacía décadas, en ese kilómetro de la carretera, un accidente de autobús había matado a un grupo de niños que regresaban de una excursión escolar. Sus cuerpos nunca se recuperaron por completo; la leyenda decía que sus espíritus vagaban, buscando compañía o venganza, atrapando a quien se atreviera a caminar solo por la zona al anochecer.

Intenté gritar, pero ningún sonido salió de mi boca. Los niños estaban demasiado cerca; ahora podía ver sus ojos negros llenos de tristeza y reproche, y comprendí que no buscaban hacerme daño físico. Lo que querían era otra cosa: que me uniera a ellos, que permaneciera allí, atrapada en su mundo de bruma y oscuridad.

Una de las figuras se acercó y, sin hablar, tocó mi mano. Sentí un frío intenso que me atravesó de inmediato, como si cada vena de mi cuerpo se llenara de hielo. Vi escenas en mi mente: accidentes, rostros de niños llorando, voces que pedían ayuda, una carretera cubierta de niebla y sangre mezclada con hojas secas. El pánico me inundó, pero la bruma me impedía moverme.

Me di cuenta de que no podía luchar contra ellos con fuerza física; tenía que entenderlos, encontrar la manera de comunicarme. Concentré mi mente y dije en voz baja:

—No quiero estar aquí. No les haré daño, pero debo irme.

Los niños se detuvieron, y por un instante, sentí que mis palabras eran escuchadas. Sin embargo, el más cercano me tomó la mano con fuerza, y un escalofrío recorrió mi espalda:

Debes quedarte… —susurró con voz de viento, como si la tierra misma hablara a través de él.

En ese instante, recordé que las leyendas también hablaban de un pacto: si alguien se atrevía a mirar a los niños del kilómetro 7 demasiado tiempo, quedaría atrapado en su limbo. El miedo me paralizó; entendí que debía escapar, pero cómo hacerlo sin ofenderlos y sin caer en la eternidad de la bruma era un misterio.

Decidí un método desesperado: mirar directamente a los ojos del niño que me había tocado y suplicar.

—Déjenme ir… por favor —dije, con voz temblorosa pero firme.

Durante unos segundos que se sintieron eternos, no hubo respuesta. La niebla se movía lentamente, y los niños permanecían quietos, observándome. Finalmente, uno de ellos bajó la mano, y sentí que el hielo desaparecía de mis extremidades. La bruma comenzó a disiparse, y la carretera volvió a ser visible. Los niños se desvanecieron poco a poco, dejando solo el eco lejano de sus risas apagadas.

Corrí hacia mi auto, sin mirar atrás. Mientras giraba la llave y arrancaba, sentí que algo se aferraba a mi alma, una sensación de vacío que no podía explicar. Sabía que había sobrevivido, pero que parte de mí, una pequeña chispa de mi esencia, había quedado atrapada con ellos en ese kilómetro.

Desde aquel día, cada vez que paso por carreteras solitarias o escucho risas lejanas al atardecer, siento un escalofrío. Sé que los niños del kilómetro 7 aún están allí, esperando, y que cualquiera que pase demasiado tiempo observando puede quedar atrapado para siempre en su mundo de bruma y susurros.

Y aunque he intentado olvidar, todavía escucho sus voces cuando cierro los ojos, llamándome por mi nombre, recordándome que la carretera nunca olvida a quienes la desafían.




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