Nunca creí en maldiciones ni en pactos oscuros, pero todo cambió aquella noche en 1979, cuando decidí visitar el cementerio de San Lorenzo, un lugar antiguo donde se decía que las lápidas más viejas guardaban secretos que nadie debía desenterrar. Yo era apenas una joven estudiante de antropología, fascinada por las historias locales, y quería documentar rituales olvidados y leyendas de la zona.
Llegué al cementerio con una linterna y una libreta. La entrada estaba cubierta de maleza, y un silencio absoluto reinaba entre las tumbas. Las lápidas más antiguas estaban desgastadas, con nombres casi borrados por el tiempo. Una en particular llamó mi atención: la tumba de Joaquín Reyes, fechada en 1878, con un epitafio que decía:
"Quien toque esta tumba, deberá cumplir el pacto que no fue respetado."
La advertencia me provocó un escalofrío, pero mi curiosidad fue más fuerte. Me acerqué, observando el grabado y los restos de flores secas. La tierra parecía más oscura que en otras tumbas, húmeda como si hubiera sido removida recientemente. Sin pensarlo demasiado, toqué la lápida con mis dedos, sintiendo un frío intenso que subió por mi brazo hasta el hombro.
Al principio, nada pasó. Pero entonces escuché un susurro que parecía provenir de la misma tierra:
—Has hecho tu elección… —Me giré, esperando ver a alguien, pero estaba sola. La linterna temblaba en mi mano, y sentí un peso invisible sobre mi pecho. El susurro se volvió más claro: —Acepta el pacto… o quédate aquí para siempre. —El miedo me paralizó. Sentí un impulso de retroceder, pero una voz interior me decía que debía cumplir lo que se me pedía, aunque no entendiera cómo. La voz continuó: —Recoge la piedra negra que yace junto a la tumba. Solo así conocerás el verdadero destino.
Seguí las instrucciones. Al levantar la piedra, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. La piedra parecía absorber la luz de mi linterna, y una sensación de vacío me invadió. Entonces, una figura apareció frente a mí: un hombre delgado, de ropas antiguas, con ojos grises que reflejaban siglos de desesperación.
—Yo soy Joaquín Reyes —dijo—. Durante mi vida, rompí un pacto con fuerzas que no comprendía. Ahora, has tomado mi lugar como guardián del vínculo.
—¿Qué… qué pacto? —balbuceé, incapaz de apartar la mirada de sus ojos.
—Un pacto con la muerte y el olvido —dijo—. Cada siglo, alguien debe mantener el equilibrio entre los vivos y los muertos. Has sido elegida. Acepta, o tu alma será añadida a los que no pudieron cumplir.
El aire se volvió pesado, y sentí que algo me empujaba hacia la tumba. Mi corazón latía con fuerza, y comprendí que no podía retroceder. Acepté, aunque con miedo, sin saber realmente las consecuencias.
En ese instante, el cementerio cambió. Las lápidas antiguas comenzaron a brillar con una luz espectral, y los espíritus atrapados en ellas comenzaron a emerger, flotando por el aire como niebla. Vi a niños, ancianos y hombres jóvenes, todos con expresiones de súplica y dolor. Sus ojos buscaban ayuda, y su presencia era abrumadora.
—Tienes la responsabilidad de guiarlos —dijo Joaquín—. Solo si cumples el pacto, el equilibrio se mantendrá.
Sentí que la piedra negra en mi mano absorbía mi energía, conectándome con cada alma en el cementerio. Era un vínculo tangible y aterrador. Cada espíritu parecía susurrar su historia, sus deseos, sus miedos. La noche se volvió un caos de voces, imágenes y emociones que inundaban mi mente.
Intenté cerrar los ojos, pero los espíritus no me permitían ignorarlos. Comprendí que cada uno había quedado atrapado por su propia muerte injusta, por decisiones mal tomadas, y que ahora dependían de mí para ser escuchados. Cada decisión que tomara afectaría a alguien, y cualquier error podría condenarlos para siempre.
Pasaron horas que se sintieron eternas. Aprendí a comunicarme con ellos, a escuchar sus nombres, sus historias, a guiarlos por los pasillos de la muerte hacia la paz, aunque algunos se resistieran. Entre ellos, distinguí a Joaquín, cuya figura permanecía firme, observando cada movimiento. Su silencio era implacable, como un juez que espera la sentencia final.
Cuando la primera luz del amanecer comenzó a filtrarse entre los árboles del cementerio, la actividad espectral disminuyó. Los espíritus se desvanecieron lentamente, dejando un silencio absoluto. Sin embargo, sentí un peso sobre mis hombros, la responsabilidad del pacto aún latente. Comprendí que aunque la noche terminara, mi vínculo con los muertos era permanente.
Desde aquel día, cada vez que paso cerca del cementerio, siento presencias que me observan. Sé que los espíritus aún me buscan, que algunos están en paz y otros no. La piedra negra permanece conmigo, oculta en un bolsillo, un recordatorio constante de que mi vida ya no es solo mía.
No puedo olvidar la sensación de los susurros, de las miradas vacías, de la bruma que cubría cada tumba y hacía que los límites entre los vivos y los muertos desaparecieran. Entendí que los pactos no se rompen, que una vez aceptados, uno pertenece a algo más grande y aterrador de lo que jamás podría imaginar.
Nunca hablé de lo que pasó aquella noche. Quien lo supiera podría pensar que estaba loca, o peor, que el pacto podría alcanzarlo a él también. Pero cada noche, cuando cierro los ojos, escucho las voces, siento las manos que no puedo ver, y sé que los niños del kilómetro 7 y los espíritus de San Lorenzo me recuerdan que no estoy sola.
Y así, mientras camino por la vida normal, llevo conmigo el pacto de la tumba, consciente de que mi destino ya no me pertenece por completo. El equilibrio entre los vivos y los muertos depende de mí, y cada error podría condenar a quienes quedaron atrapados en la oscuridad.