Nunca pensé que volver a la casa familiar fuera tan… perturbador. Era 1979, y la muerte de mi madre me había obligado a regresar a aquel lugar que, durante años, había evitado. Las paredes polvorientas olían a humedad y recuerdos olvidados, y cada paso que daba sobre el piso de madera crujiente parecía despertar ecos del pasado.
Mi madre había sido una mujer reservada, casi silenciosa, y su muerte dejó un vacío silencioso que llenaba la casa de una sensación extraña, casi palpable. Revisaba sus pertenencias, cajas olvidadas, fotos antiguas y cartas que hablaban de personas que nunca conocí. Mientras tanto, la casa me parecía diferente, más grande y oscura de lo que recordaba.
Fue entonces cuando la vi: una puerta pequeña, de madera antigua, que jamás había notado. Estaba en el sótano, un lugar que creía conocer al dedillo. La puerta parecía nueva en comparación con el resto de la casa, aunque cubierta de polvo. No había cerradura, solo un tirador frío y pesado. Un impulso extraño me llevó a abrirla.
El sótano estaba oscuro, más de lo que recordaba. La linterna que había traído iluminaba apenas unos metros. Dentro, descubrí una habitación que no existía en los planos de la casa: paredes cubiertas de estanterías llenas de objetos extraños, viejos, algunos oxidados, otros con marcas que no comprendía. Un olor a tierra húmeda y madera podrida me golpeó.
Al acercarme a una estantería, vi fotos antiguas: imágenes de mi madre joven, con una expresión seria, posando con personas que no reconocía. Entre ellas, un hombre de mirada intensa y uniforme antiguo, que parecía observarme a través del tiempo. Sentí un escalofrío. Cada objeto parecía estar colocado de manera deliberada, como si alguien me estuviera observando mientras exploraba.
De repente, escuché un susurro. No sabía de dónde venía. La linterna tembló en mi mano y apunté hacia el sonido, pero no había nadie. Solo sombras que parecían moverse con vida propia, reflejadas en los muebles y las paredes. Cada paso que daba resonaba como un eco en la habitación, multiplicándose hasta confundirme.
Fue entonces cuando vi el espejo. No era un espejo común: estaba cubierto de polvo, pero al limpiarlo, reflejaba algo más que mi propia imagen. Vi mi rostro, sí, pero detrás de mí, la silueta de una mujer, observándome con ojos tristes y llenos de reproche. Intenté girarme, pero no había nadie allí. El corazón me latía con fuerza, y un frío intenso subió por mi espalda.
La habitación parecía crecer a medida que avanzaba. Las paredes se distorsionaban ligeramente, los objetos parecían moverse solos, y sentía que la presencia de alguien más estaba allí conmigo, aunque invisible. Al tocar una vieja mesa, sentí un tirón en mi mano, como si alguien invisible me sujetara.
Recordé entonces los rumores que había escuchado sobre la casa: que mi madre había guardado secretos, que había experimentado con rituales antiguos y que algunos objetos tenían propiedades que podían atraer espíritus o energías desconocidas. ¿Había algo en esta habitación que mi madre no quería que nadie descubriera?
Mientras exploraba, encontré un cuaderno, con páginas amarillentas y escritura minuciosa. Contenía notas sobre sueños, visiones y lo que ella llamaba “la conexión entre mundos”. Según sus escritos, había creado esa habitación como un límite entre lo real y lo imposible, un lugar donde las energías podían manifestarse físicamente si alguien las invocaba accidentalmente.
De pronto, escuché un golpe seco detrás de mí. Me giré y vi la puerta cerrándose lentamente. Corrí hacia ella, pero antes de alcanzarla, un frío intenso me envolvió, y sentí que algo invisible intentaba arrastrarme hacia el interior de la habitación.
Grité, luché, pero el aire se volvió pesado, como si todo el sótano se hubiera transformado en una trampa. Intenté razonar, recordar los pasos del cuaderno: debía mantener la calma, no dejarme dominar por el miedo, y reconocer la presencia que me atacaba.
—Sé que estás aquí —susurré, tratando de encontrar el origen de la voz—. No quiero hacerte daño.
El silencio fue absoluto por un instante. Luego, escuché un suspiro profundo, seguido de un susurro que parecía provenir de todas partes y ninguna a la vez:
—Has venido por curiosidad… ahora debes comprender.
Sentí una presión en mi pecho, como si la habitación misma me juzgara. Los objetos comenzaron a vibrar, las sombras danzaban en las paredes, y las imágenes del espejo se multiplicaban. Vi escenas del pasado de mi madre, momentos de su juventud, secretos que jamás me contó, y comprendí que la habitación era un espejo de su mente, un lugar donde su conciencia permanecía atrapada.
Intenté retroceder, pero algo me detuvo. La figura de mi madre apareció detrás del espejo, más real que cualquier reflejo. Su mirada era una mezcla de amor, miedo y advertencia.
—Debes irte… —dijo—. No todo está listo para que alguien entre aquí.
Mi cuerpo temblaba, pero supe que no podía retroceder completamente. Había cruzado un límite, y la habitación no me dejaría salir hasta que comprendiera su propósito. Durante horas, recorrí cada rincón, examinando objetos, fotos y anotaciones, sintiendo que cada paso me acercaba a algo que no comprendía completamente: la conexión entre lo vivo y lo que permanece después de la muerte.
Al final, la figura desapareció, y la puerta se abrió lentamente. Salí del sótano con el corazón latiendo a mil por hora, sabiendo que había sobrevivido, pero que algo de mí había quedado allí. La habitación no era solo un cuarto; era un portal, un espacio donde los secretos de mi madre y la presencia de fuerzas desconocidas coexistían.
Desde aquel día, cada vez que paso cerca de la puerta del sótano, siento un escalofrío, y aunque la casa parece normal, sé que una parte de mí sigue atrapada en esa habitación, y que algún día, tal vez, volveré a cruzar el umbral sin poder regresar completamente.