Relatos De Medianoche

11. LA MELODÍA DEL LAGO

No sé exactamente cuándo empezó todo, aunque si lo pienso bien, fue el mismo día que llegué al lago.

El viento tenía ese olor agrio del agua estancada mezclada con hojas viejas, y el silencio era tan denso que parecía tragarse el aire. Vine a ese rincón perdido de Córdoba porque necesitaba escribir. O al menos eso decía. En realidad, lo que necesitaba era silencio… o tal vez escapar.

La casita que alquilé estaba al borde del agua, rodeada de álamos que se mecían como si susurraran entre ellos. Me la recomendó un colega del Conservatorio que había pasado un verano allí años atrás. “Ideal para componer”, me dijo. “No hay nada, ni señal, ni vecinos molestos. Solo el lago.”

Y así fue. Solo el lago.

El primer día lo pasé acomodando mis cosas: el piano eléctrico, mi grabadora Philips, algunos papeles con pentagramas, y una botella de whisky medio vacía. Afuera, el sol caía sobre el agua y la volvía de un color cobre oscuro. Pensé que en ese silencio podría encontrar algo. Quizás una nueva melodía, una inspiración.

Pero lo que encontré fue otra cosa.

Esa noche soñé con un sonido. No era una melodía completa, sino una secuencia breve de tres notas, repetidas, como si alguien las tocara con suavidad desde debajo del agua.

Cuando desperté, seguía escuchándolas.

Creí que era mi mente, aún envuelta en el sueño, pero el sonido estaba allí: un eco lejano que provenía del lago. Me levanté, abrí la ventana y el aire frío me golpeó la cara. El agua estaba quieta, pero las notas seguían. Tres notas… siempre las mismas.

Tomé la grabadora y presioné REC. No sé por qué lo hice; quizás por miedo a olvidarlas, o porque quería probar que no estaba loco.

Al día siguiente escuché la cinta. Las notas estaban allí, casi imperceptibles, ahogadas por el viento, pero reales.

Tres notas. Las toqué en el piano eléctrico: fa, la, re. Y entonces, algo cambió.

Cuando presioné la última tecla, sentí una vibración extraña en el suelo, como si la casa entera se estremeciera un instante. Me quedé quieto, el dedo aún sobre la tecla, escuchando. Luego nada, sólo silencio, por lo que decidí salir a caminar.

El camino que bordeaba el lago era de tierra, con huellas antiguas de neumáticos. A un costado, entre los árboles, vi una casita abandonada, casi idéntica a la mía. La puerta estaba entreabierta y el viento la movía con un chirrido suave. No entré. Solo la observé desde lejos. En la pared, medio cubierta de musgo, había una mancha que parecía un rostro. Me quedé mirándola largo rato, hasta que el sol comenzó a caer y regresé a la cabaña.

Esa noche, las tres notas volvieron. No eran iguales, ahora tenían un eco profundo, como si alguien más las tocara, respondiendo a mis propias notas.

Me senté al piano y las repetí. Fa, la, re.

Desde el lago, vino la respuesta. Fue tan claro que se me erizó la piel.

Los días siguientes fueron una mezcla de fascinación y miedo. Grababa todo. Llené tres cintas con las notas, las repeticiones, las variaciones. La melodía empezó a crecer por sí sola, como si tuviera vida propia. A veces yo improvisaba, y el eco respondía desde el agua, completando lo que faltaba.

Era hipnótico y me sentía observado.

Una tarde, mientras tocaba, escuché un golpe seco en la ventana. Corrí a mirar.

Una niña estaba parada en el borde del muelle. Tendría unos ocho o nueve años, con un vestido blanco empapado y el cabello pegado a la cara.

—¿Quién sos? —pregunté, abriendo la puerta. Ella no respondió. Solo me miró y sonrió, una sonrisa apenas visible. Luego se dio media vuelta y caminó hacia el agua—. ¡Esperá! —grité, corriendo tras ella.

Pero cuando llegué al muelle, no había nadie. El lago estaba quieto, sin una sola ola.

Esa noche no dormí. Soñé con la niña. Estaba sentada al piano, tocando las tres notas una y otra vez. Cada vez más fuerte. Cada vez más desesperada.

Y detrás de ella, una sombra alargada, con manos huesudas que la guiaban.

Empecé a investigar. En el pueblo más cercano, un almacenero viejo me habló del lugar con recelo.

—Ese lago… no es bueno quedarse solo —dijo, mientras pesaba pan. Le conté que había visto a una nena. El hombre se puso pálido.

—Hubo un accidente, hace muchos años. La hija del dueño de la casa se ahogó ahí, tocando un pianito de juguete.

—¿Cuándo fue eso?

—En el 58 o 59. Nadie quiso volver a vivir ahí. Dicen que el padre… se volvió loco.

—¿Cómo se llamaba la nena?

—Lucía.

Volví a la cabaña sin decir nada. En la cabeza me martillaban las notas: fa, la, re. Las toqué de nuevo, temblando y otra vez, la respuesta. Pero esta vez no venía del lago, venía de adentro.

Fui hasta el sótano, una puerta de madera bajo las escaleras que nunca había abierto. El candado estaba oxidado, pero cedió con un golpe.

El aire que salía era húmedo y helado. Bajé con una linterna.

Allí, entre cajas viejas y polvo, encontré un piano.

Un piano vertical, cubierto de moho y telarañas, con las teclas amarillentas.

Y sobre él, una foto enmarcada: una niña con un vestido blanco. Sonriente. Lucía.

Cuando acerqué la linterna, vi algo en la pared: una frase escrita con tiza.

“No toques la melodía.”

Me reí nervioso. Era absurdo. Una advertencia infantil, quizás del padre. Pero la curiosidad me ganó. Toqué las tres notas.

Fa, la, re.

El piano respondió con un sonido ahogado, pero algo más vibró detrás. Un susurro, un gemido. El aire se volvió espeso, y el suelo pareció moverse bajo mis pies. Corrí escaleras arriba y cerré la puerta.

Desde ese momento, el lago no volvió a estar en silencio.

Cada noche, las notas se escuchaban más cerca, más fuertes, como si el agua quisiera entrar a la casa.

Perdí la noción del tiempo. No comía, apenas dormía. Solo grababa.

Una de las cintas se reprodujo sola una madrugada. Me despertó el clic del play.




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