Relatos De Medianoche

12. EL ÚLTIMO TURNO DEL DOCTOR VALDÉS

Siempre pensé que la muerte era algo que solo les pasaba a los demás.

Durante veinte años trabajé como médico clínico en el Hospital San Gregorio, un edificio ruinoso perdido entre los cerros de Tucumán.

Había visto de todo: hombres con el cuerpo destrozado por los ingenios azucareros, chicos que se morían de fiebre en brazos de sus madres, ancianos que esperaban la muerte como quien espera el colectivo equivocado, pero nunca imaginé que terminaría viendo lo que vi aquella noche.

Fue mi último turno, y todavía, cuarenta años después, cuando el sueño me vence, escucho la voz de ella llamándome desde el pasillo.

Era el invierno del 78.

El hospital estaba casi vacío: el gobierno había retirado fondos, y muchos médicos se habían marchado a la capital.

Yo me quedé, más por costumbre que por vocación.

Había enviudado hacía dos años, y mi único hijo, Daniel, estudiaba en Buenos Aires. No tenía nada más.

Así que me quedé con los fantasmas de San Gregorio, los pacientes y el olor a formol.

Aquella noche, la enfermera de guardia se llamaba Marta, una mujer menuda con ojeras eternas y cigarrillo en la mano.

—Doctor, parece que entró un caso nuevo —me dijo, asomándose a la sala de descanso.

—¿A esta hora?

—Sí. Una mujer. La trajeron de la ruta, dicen que la encontraron sola, desorientada.

—¿Accidente?

—No parece, pero tiene algo raro. No sé cómo explicarlo.

Fui hasta la guardia. En la camilla había una mujer joven, con un camisón blanco manchado de barro. Tendría unos treinta años, aunque su rostro parecía más viejo.

Sus ojos estaban abiertos, pero no enfocaban. Respiraba despacio, casi con dificultad.

—¿Nombre? —pregunté.

—No quiso decirlo —respondió el camillero.

La observé en silencio. Su piel era tan pálida que parecía transparente.

Cuando le tomé la muñeca, me sobresalté.

Su pulso era apenas perceptible, pero no por debilidad… sino por frialdad.

La temperatura corporal era anormal, casi como si no tuviera sangre corriendo bajo la piel.

—Marta, traé una manta térmica, y una vía —ordené.

Ella asintió, pero cuando me miró, vi en su cara algo más que cansancio: miedo.

La mujer no hablaba. Solo movía los labios como si rezara.

Intenté hacerle preguntas: nombre, dirección, si recordaba qué le había pasado. Nada.

A las dos de la madrugada, Marta se fue a buscar café. Me quedé solo con la paciente.

El silencio del hospital era total, interrumpido apenas por el goteo de un grifo y el tic-tac del reloj de pared.

De pronto, la mujer habló.

—Hace frío, doctor.

Su voz era suave, casi un suspiro.

—Sí, lo sé. Ya va a estar mejor.

—¿Dónde estoy?

—En el hospital San Gregorio. La encontraron en la ruta.

Ella frunció el ceño, confusa.

—¿Todavía existe?

—¿Qué cosa?

—El hospital. Pensé que lo habían cerrado.

No supe qué responder.

—No, sigue funcionando, más o menos.

Ella sonrió. Una sonrisa triste, cargada de resignación.

—Yo estuve aquí. Hace mucho tiempo.

La miré extrañado.

—¿Cómo dijo?

—Morí en este hospital.

La frase me heló la sangre e intenté mantener la calma.

—Debe estar confundida —dije, anotando en la historia clínica.

—No, doctor. —Sus ojos se clavaron en los míos—. Yo era su paciente.

Busqué en mi memoria. Miles de rostros, miles de nombres.

Ella notó mi desconcierto.

—No se acuerda de mí. Me llamo Clara. Clara Méndez.

El nombre me golpeó como una ráfaga helada.

Recordé el caso: una mujer ingresada en 1968, con fiebre alta, convulsiones, delirio.

Murió una semana después de que su esposo la encontrara inconsciente junto al lago.

Yo era residente en ese entonces. Fui quien firmó el certificado de defunción.

—Eso no puede ser —murmuré, dando un paso atrás.

Clara se incorporó lentamente. La manta cayó al suelo.

No respiraba. No había vapor saliendo de su boca.

—Usted prometió que no me dejaría sola —dijo, con un tono que me desgarró—. Pero se fue antes de que muriera.

—¡Basta! —grité—. Esto no es posible.

Salí de la habitación, temblando. Corrí por el pasillo buscando a Marta.

La encontré en la enfermería, dormida con la cabeza sobre el escritorio.

—¡Marta! Despertá, rápido.

Ella se incorporó sobresaltada.

—¿Qué pasa, doctor?

—La paciente… la mujer, Clara, se levantó.

—¿Clara?

—La del 2B. ¡Vamos!

Corrimos hasta la sala, pero la camilla estaba vacía.

Solo quedaba la manta, aún húmeda, y el estetoscopio caído al suelo.

Marta me miró sin entender.

—Doctor, yo estuve acá hace cinco minutos. No entró ni salió nadie.

Miré hacia el pasillo. Al fondo, una sombra cruzó de un lado a otro.

El corazón me dio un vuelco.

La busqué por todo el hospital. Los pasillos estaban casi a oscuras, iluminados por las luces amarillentas del siglo pasado, y mis pasos resonaban como un eco interminable. Cada tanto, creía oír un susurro, un llanto débil.

Llegué hasta la morgue, la puerta estaba entreabierta, aunque juraría haberla cerrado esa tarde. El aire ahí dentro era insoportable, mezcla de formol y óxido.

Encendí la luz y ahí estaba Clara.

Sentada en una camilla, con las manos sobre las rodillas, mirándome como si me esperara.

—Sabía que vendría —dijo.

—¿Qué querés de mí? —pregunté, sin poder acercarme.

—Que me escuches.

Avancé unos pasos.

—Usted me dejó sola, doctor. Yo lo llamé, pero no vino.

—Esa noche había una emergencia —balbuceé—. Un accidente, varios heridos.

—Yo lo sé, pero yo morí sin que nadie me tomara la mano y desde entonces no pude irme.

Su voz se quebró.

Una lágrima descendió por su mejilla, y noté que no era agua: era sangre.

El aire se volvió gélido.

—Clara, no entiendo qué está pasando…




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