Relatos De Medianoche

13. BAJO EL VIEJO ROBLE

Dicen que los árboles guardan recuerdos.

Que sus raíces crecen hacia donde el pasado se pudre.

Yo nunca lo creí.

Al menos, no hasta aquella tarde de marzo del 79, cuando volví al cementerio de San Isidro después de veinte años y me encontré de nuevo con el roble.

Ese roble...

Era nuestro secreto.

El mío y el de Tomás.

Tomás y yo crecimos juntos en el barrio San Lorenzo, un conjunto de casas viejas en las afueras de Córdoba. Éramos inseparables. Él tenía una forma de mirar el mundo que me fascinaba: todo lo convertía en un misterio, una historia o una promesa.

A los trece años pasábamos las tardes explorando el cementerio viejo, que quedaba a unas cuadras del río. No había nadie que nos retara por entrar; los cuidadores dormían la siesta o bebían vino bajo los mausoleos.

El roble estaba ahí, en el centro del cementerio, enorme, con raíces que parecían huesos saliendo de la tierra.

Decían que lo habían plantado cuando fundaron el pueblo, a fines del siglo XIX. Y que crecía alimentándose de los cuerpos que enterraban a su alrededor.

Tomás lo adoraba.

—Este árbol está vivo de verdad —decía, apoyando la mano en el tronco áspero—. Escuchá cómo respira.

Yo me reía, pero él hablaba en serio.

Una vez me contó que su abuela le había dicho que, si dos personas hacían un pacto de sangre bajo ese árbol, sus almas quedaban unidas para siempre.

Esa idea lo obsesionó.

Durante días insistió con hacerlo.

Y una tarde, cuando el sol empezaba a caer, llevamos una navajita y un frasco vacío de mermelada.

Nos cortamos la palma de la mano, dejamos caer unas gotas de sangre adentro y lo enterramos entre las raíces del roble.

—Ahora vas a ser mi hermano para siempre —me dijo Tomás, y sonrió.

Yo le respondí lo mismo, sin imaginar lo literal que se volvería esa promesa.

Pasaron los años.

El país se volvió gris, como si el cielo estuviera enfermo.

Tomás se metió en política, o eso decía. Yo entré a trabajar en una fábrica de repuestos, intentando no hacer demasiadas preguntas.

La última vez que lo vi fue en julio del 78. Me citó en la plaza, de noche. Tenía la mirada nerviosa.

—Si me pasa algo —me dijo—, no me entierres lejos del roble.

—¿De qué estás hablando?

—De que a veces uno se mete en cosas de las que no puede salir.

Dos semanas después desapareció.

Nunca supe si lo llevaron los militares, si se fue del país, o si terminó tirado en una zanja como tantos otros.

Lo busqué, fui a la comisaría, al hospital, al cementerio incluso…

Nada.

Y el tiempo, como siempre, siguió su curso, devorando todo.

Hasta que hace un mes recibí una carta sin remitente.

Solo decía:

“Volvé al roble. Cumplí tu parte del pacto.”

El cementerio de San Isidro seguía igual.

El portón oxidado, los nichos descascarados, el olor a tierra y humedad.

Fui un viernes al atardecer, con una linterna y una botella de vino.

No sabía qué esperaba encontrar.

El roble seguía allí, enorme, con las ramas torcidas y una cicatriz profunda en el tronco, justo donde habíamos enterrado el frasco.

Me senté en el suelo.

La brisa movía las hojas secas y, por momentos, me pareció escuchar pasos entre las tumbas.

—Tomás… —murmuré—. Si esto es una broma, no tiene gracia.

Nadie respondió. Sólo el crujido del árbol.

Tomé un trago de vino y cerré los ojos.

En mi mente volví a escuchar su voz, riéndose, diciéndome que el árbol escuchaba.

Cuando abrí los ojos, vi algo que me heló la sangre.

El suelo, justo donde habíamos enterrado el frasco, estaba removido.

Como si alguien hubiera cavado recientemente.

Me acerqué, aparté la tierra con las manos, y entonces vi el vidrio.

El frasco seguía allí, pero estaba roto.

Dentro, flotaban dos cosas: un trozo de papel amarillento… y algo que parecía un pedazo de hueso.

Me quedé mirándolo sin poder respirar.

El papel estaba húmedo, casi ilegible, pero distinguí unas letras.

“No lo rompas.”

En ese momento escuché un crujido detrás mío.

Giré la linterna hacia el árbol.

Entre las sombras, una figura se deslizaba lentamente alrededor del tronco.

—¿Tomás? —pregunté, con la voz temblando.

La figura se detuvo.

Era alta, delgada. Tenía el rostro cubierto de tierra.

Di un paso atrás.

El corazón me golpeaba el pecho.

—¿Quién sos? —No respondió. Solo levantó la cabeza, y bajo la luz temblorosa pude ver sus ojos.

Vacíos. Como pozos.

Intenté correr, pero mis piernas no me respondían.

El aire se volvió espeso, como si el árbol respirara realmente.

De pronto, una voz sonó muy cerca, casi en mi oído.

—Te fuiste sin mí.

Desperté en el suelo, de noche cerrada, no recordaba cómo había caído. La linterna estaba a unos metros, apuntando al roble.

El árbol parecía más grande, más oscuro, y del tronco colgaba algo. Una cuerda vieja, hecha nudo. Sentí una náusea profunda, y me acerqué despacio.

En el suelo, bajo las raíces, había una mano.

Una mano humana, sobresaliendo apenas de la tierra.

Retrocedí aterrado.

Todo mi cuerpo temblaba.

Y entonces escuché otra vez la voz.

No provenía de ningún lado en particular, sino de todas partes a la vez.

—No cumpliste tu parte del pacto.

La tierra empezó a moverse.

Las raíces del árbol se alzaron lentamente, como serpientes, y vi cómo la mano emergía por completo, seguida de un brazo, de un torso cubierto de barro.

El rostro era irreconocible, pero los ojos… los ojos eran los de Tomás.

—Prometimos ser hermanos para siempre —dijo, con una voz que parecía venir del fondo de la tierra.

—Yo… no sabía, Tomás, yo no…

—Me dejaste solo.

—No sabía que estabas muerto.

—Lo sabías.




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