Nunca me gustaron los relojes.
No el sonido, ni la idea de que algo invisible se mide en segundos.
Pero el reloj de cuerda que heredé de mi abuelo... ese es diferente.
Dicen que fue fabricado en 1942, en Alemania, y que durante años marcó la hora exacta de cada muerte en la familia.
Yo no lo creía. Hasta que empezó a adelantarse.
Mi abuelo, Julián, había sido relojero en Rosario. Un tipo silencioso, con dedos torcidos por el oficio.
Pasaba las horas encorvado sobre su mesa, rodeado de piezas diminutas, sin hablar con nadie.
Cuando murió en el 75, mi madre quiso vender su taller, pero algo la frenó.
—Dejá todo como está —dijo—. Hay cosas que no se tocan.
El taller quedó cerrado, acumulando polvo y olor a aceite.
Años después, cuando me mudé solo, me traje una caja con algunas cosas suyas: una lupa, un par de herramientas, y el reloj.
Era hermoso, de bolsillo, con tapa de plata grabada y un tic-tac firme, casi hipnótico.
Tenía la aguja del segundero ligeramente torcida, como si alguna vez se hubiera resistido a avanzar.
Lo guardé en mi mesa de noche.
La primera noche que dormí con él, soñé con mi abuelo.
Estaba de pie en su taller, mirándome.
Detrás suyo, todos los relojes sonaban a la vez, desfasados, como si cada uno marcara la hora de una vida diferente.
Cuando me desperté, el reloj de cuerda se había adelantado diez minutos.
Intenté ignorarlo. Pensé que era una falla mecánica, así que lo revisé.
Todo estaba en orden: los engranajes limpios, la cuerda tensa, el péndulo perfecto.
Aun así, cada día se adelantaba exactamente diez minutos.
Ni más, ni menos.
Una tarde fui a visitar a mi madre.
Vivía sola desde que papá se había ido a “trabajar al sur”, como ella decía.
En realidad, todos sabíamos que no iba a volver.
Mientras tomábamos mate en la cocina, noté el reloj de pared.
Marcaba las 4:10, pero el mío, en el bolsillo, señalaba 4:20.
Le conté la historia.
Ella se quedó callada un rato, mirándome con una mezcla de miedo y resignación.
—Ese reloj… —susurró—. El día que murió tu abuelo, se adelantó diez minutos antes del paro.
—¿Y?
—Y lo mismo pasó con tu tío Ernesto, y con tu padre. Siempre diez minutos antes.
No supe qué responder.
Mi madre encendió un cigarrillo y agregó:
—Si alguna vez lo escuchás andar más rápido… corré.
Volví a mi departamento inquieto. Durante días, evité darle cuerda, pero el reloj siguió funcionando igual. Era imposible.
A la semana siguiente, lo encontré sobre la mesa del comedor, aunque yo lo había dejado en el cajón. Lo tomé con cuidado.
El segundero se movía con un ritmo distinto: más apurado, nervioso, casi jadeante. Esa noche no pude dormir, el tic-tac se oía en toda la casa, como si los muros lo repitieran.
A las tres de la madrugada me levanté, decidido a guardarlo en el placard, pero cuando abrí la tapa, el reloj marcaba las 3:10… diez minutos adelantado, y justo entonces, el teléfono sonó.
Era mi madre.Su voz temblaba.
—Daniel… —dijo—. Es tu tía. Acaba de morir.
Miré el reloj otra vez.
El segundero se detuvo.
3:10.
Exacto.
Desde esa noche, empecé a tener sueños cada vez más vívidos. El taller de mi abuelo aparecía una y otra vez, él estaba allí, sentado, reparando relojes invisibles, y detrás, sobre la pared, colgaban cientos de relojes idénticos al mío.
Cada uno con un nombre grabado en la tapa, el mío también estaba, con mi apellido, esperando. Despertaba empapado en sudor, siempre a las 3:10.
Intenté deshacerme del reloj.
Lo tiré en un baldío, lo lancé al río, lo dejé en una iglesia.
Pero siempre volvía.
Una semana después de tirarlo, lo encontré sobre mi almohada, seco, brillante, andando perfectamente.
La tapa, antes lisa, ahora tenía algo grabado:
“Falta poco.”
Corría marzo del 78, y la ciudad estaba tomada por el silencio.
Se hablaba de desaparecidos, de patrullas de noche, de hombres que entraban a las casas y no salían.
A veces creía oír pasos en el pasillo, pero cuando miraba por la mirilla, no había nadie.
Una madrugada me despertó el tic-tac.
No venía del reloj de cuerda, sino de toda la habitación.
Del armario, del piso, del techo.
Miles de relojes invisibles latiendo a destiempo.
Y entre ellos, una voz:
—El tiempo se termina, Daniel.
Encendí la luz, el reloj de cuerda estaba sobre el velador. Sus agujas giraban rápido, descontroladas.
Intenté abrir la tapa, pero me quemé los dedos.
El metal estaba ardiente.
Cuando por fin logré soltarlo, el reloj cayó al suelo y se abrió.
Adentro, en lugar de engranajes, había un ojo.
Un ojo humano, húmedo, moviéndose.
Y al verme, parpadeó.
Después de eso, empecé a perder la noción del tiempo.
Podía pasar horas sentado, sin saber si era de día o de noche.
A veces el reloj se detenía, y otras sonaba como un corazón enloquecido.
Llevé el objeto a un relojero viejo del barrio, un tal Rossi, que había trabajado con mi abuelo.
Cuando lo vio, palideció.
—¿Dónde conseguiste esto?
—Era de mi abuelo.
—Entonces tiralo.
—No puedo.
Rossi lo abrió con manos temblorosas.
Adentro, los engranajes estaban cubiertos de una sustancia oscura.
—Esto no es aceite —dijo—. Es sangre coagulada.
Me devolvió el reloj sin decir más.
Esa misma noche, su taller se incendió.
Comencé a oír el tic-tac incluso fuera de casa.
En el colectivo, en el trabajo, en los sueños.
Todo el mundo parecía moverse al ritmo de ese sonido.
Y cada tanto, notaba que el reloj se adelantaba: diez minutos exactos, siempre antes de alguna tragedia.
Un accidente. Un derrumbe. Una muerte en el noticiero.
El reloj lo sabía.