Relatos De Medianoche

15. FOTOGRAFÍA POLAROID

Nunca creí en lo que la gente llama “maldiciones” o “objetos embrujados”.

Hasta que la cámara apareció en mis manos, una tarde lluviosa en un mercado de San Telmo.

Era un aparato viejo, de los años 70, con un acabado metálico que había perdido todo su brillo.

El vendedor, un hombre encorvado y con la voz apagada, me dijo que era una Polaroid 320, que “tomaba fotos que nadie más podía ver”.

Yo me reí y le pagué cincuenta pesos.

No por creerle, sino por el gusto de tener algo antiguo, un recuerdo que podía aparecer en cualquier instante.

Era 1978, y yo, Camila, periodista de poco más de veinte años, buscaba historias que nadie quisiera tocar. El país estaba cargado de secretos: desaparecidos, rumores de espionaje, policías corruptos, y yo quería registrar lo que veía.

La cámara parecía normal, disparaba, el sonido del obturador era fuerte, mecánico.

Lo único extraño era que las fotos se revelaban casi instantáneamente, con un matiz grisáceo, como si la luz misma tuviera miedo de entrar.

La primera imagen que tomé fue de mi escritorio: papeles desordenados, una taza de café, mi máquina de escribir.

Cuando la foto apareció, todo estaba igual excepto por un detalle que me heló la sangre: en la esquina inferior derecha, una sombra pequeña, casi imperceptible, parecía observarme.

No tenía forma definida, pero estaba allí.

Pensé que era mi imaginación.

Al día siguiente, tomé fotos en la redacción del diario.

Cada una mostraba algo que yo no había visto: manchas oscuras en los pasillos, figuras borrosas detrás de las ventanas, sombras que se desplazaban.

Mostré las imágenes a mi compañero de trabajo, Lautaro.

—Está bien, es una cámara vieja —dijo—. Probablemente el revelado hace efectos extraños.

Pero yo sabía que no era eso y sentía que algo me seguía.

Cada vez que pasaba frente a un espejo, tenía la sensación de que la sombra de la cámara se reflejaba también, pero separada de mi cuerpo.

Esa noche, desarrollé una foto en casa: una imagen del patio trasero de mi edificio.

A simple vista, solo se veía la puerta oxidada y el árbol muerto que crecía al costado.

Pero en la foto, una mano blanca surgía detrás del árbol, como si estuviera esperando.

No podía dejar de fotografiarlo todo.

Caminaba por las calles de Buenos Aires con la cámara colgando del cuello, buscando lo que no sabía y siempre aparecía algo extraño: en una mesa de café, un hombre sentado en la foto, aunque el lugar estaba vacío; en la estación de subte, una mujer llorando que no existía.

Intenté tirar la cámara.

La lancé al Riachuelo.

Al día siguiente, la encontré sobre mi cama, intacta, con una película nueva lista para revelar.

Entonces entendí que la cámara no quería ser desechada.

Y comencé a tener miedo.

Una mañana, descubrí que la cámara mostraba cosas que estaban a punto de suceder.

Tomé una foto de la calle mientras caminaba hacia la redacción.

En la imagen, un coche parecía descontrolado, acercándose a un hombre que cruzaba la calle.

Un instante después, escuché el choque a dos cuadras.

El hombre estaba herido, pero vivo.

La foto había predicho el accidente.

A partir de ese momento, cada disparo era una especie de advertencia.

Al principio, sentí poder, podía anticipar accidentes, pequeños incidentes, incluso decisiones de las personas, pero con cada revelado, las sombras en las fotos se hacían más densas, más humanas, más cercanas.

Una noche, mientras desarrollaba las fotos en mi departamento, noté algo nuevo: la sombra aparecía frente a mí, no en la foto.

Una figura alta, indefinida, con ojos que brillaban como carbón encendido.

Intenté gritar, pero mi voz no salió.

Cuando parpadeé, la sombra estaba más cerca.

Mis manos temblaban, el revelador goteaba ácido sobre la mesa.

La cámara cayó al suelo, disparándose sola.

El revelado mostró mi rostro, pero con otra boca detrás, abierta, gritando.

Intenté consultar con expertos.

Un fotógrafo retirado me dijo que jamás había visto algo así.

—Estas cámaras no inventan cosas —dijo—. Solo captan la luz que entra… y eso parece captar más que luz.

Empecé a aislarme, no podía mostrarle las fotos a nadie más. Cada persona que lo veía, notaba algo extraño.

Una vez, un vecino miró la película y se desmayó.

Otra vez, mi jefa me miró y me dijo que dejara de tomar fotos de oficinas vacías.

El miedo se convirtió en obsesión.

No podía dejar de disparar, aunque cada foto me acercara más a la sombra.

Llegó el momento en que las fotos comenzaron a moverse.

No era algo que yo interpretara: las figuras en las fotos cambiaban de posición.

Una mujer que antes estaba de pie, ahora estaba sentada, mirándome.

Un hombre que estaba en la calle, ahora aparecía en mi habitación.

Y siempre, la misma sombra: detrás de todo, más grande, más cercana.

Una noche decidí enfrentarla.

Coloqué la cámara sobre la mesa y me filmé mientras hablaba:

—¿Qué querés de mí?

La foto revelada mostró algo que nunca esperé:

Yo estaba allí, en la imagen, pero algo más estaba conmigo: otra versión de mí misma, con la boca abierta en un grito silencioso, y la sombra detrás, sonriendo.

No pude dormir durante días, la cámara estaba sobre la mesa, disparando sola. Cada revelado mostraba más: habitaciones desconocidas en mi edificio, pasillos de oficinas que nunca existieron, gente que parecía saber que la miraba.

El viernes, me decidí a dejarla en la calle, sobre un banco de plaza.

Caminé rápido, respirando agitadamente, miré atrás y vi la cámara sobre el banco, pero también algo más: la sombra, parada detrás de ella, observándome.

Cuando parpadeé, ya no estaba.

Volví a mi departamento, las luces estaban apagadas, la puerta cerrada. Encendí una lámpara y la cámara estaba sobre mi cama, abierta. Revelando mi última foto: yo misma, acostada, con los ojos abiertos, pero con la sombra sobre mi pecho.




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