Cuando alquilé la pensión “Los Álamos” en la calle Defensa, creí que había conseguido un lugar barato y silencioso para trabajar en mis notas periodísticas.
Nunca pensé que sería un sitio donde los muros hablaran, donde las voces de otros tiempos se filtraran por cada grieta.
Era 1979, y yo, Julieta, tenía veinticuatro años.
Mi madre me había dejado sola con la herencia de un pequeño departamento en Córdoba, pero yo quería independencia.
Decidí mudarme a Buenos Aires para estar cerca del diario donde trabajaba.
El alquiler de la pensión era irrisorio: cien pesos al mes, con luz incluída.
El cuarto era pequeño, con una ventana que daba a un patio interno y paredes descascaradas.
Lo único extraño era un agujero diminuto en la pared, cubierto por un papel pegado con cinta: un intento mediocre de tapar lo que parecía un orificio para conductos.
No le di importancia, hasta la primera noche.
Me despertó un susurro.
No pude ubicar la fuente al principio.
—Julieta…
La voz era apenas audible, como si viniera de debajo de la cama o detrás de la pared.
Me levanté, encendí la luz y revisé todo.
No había nadie y me dije que era mi imaginación, cansancio acumulado del trabajo.
Volví a la cama, pero los susurros continuaron.
Siempre el mismo: mi nombre, repetido con lentitud, como si alguien respirara en el silencio.
Al día siguiente, hablé con la dueña de la pensión, una señora mayor, gorda y de ojos pequeños.
—Ese cuarto tiene historia —me dijo—. La chica que vivía antes se fue porque escuchaba voces. Dicen que… bueno, que los muros guardan lo que pasó.
No entendí del todo, pero algo en su tono me puso nerviosa.
Los días pasaron y los susurros se hicieron más claros.
Podía distinguir palabras sueltas: “ayúdame”, “no puedo salir”, “mírame”.
A veces, sentía un aliento frío cerca de la oreja.
Al principio intenté ignorarlo, concentrándome en escribir mis notas, pero cada noche la voz se volvía más insistente. Empecé a tomar notas de todo lo que escuchaba.
La pared del agujero parecía vibrar.
Una noche me armé de valor y acerqué el oído.
—¿Quién eres? —pregunté.
No hubo respuesta inmediata.
Luego, un susurro continuo, multiplicado, como si varias voces hablaran a la vez:
—No me dejes… no me dejes…
El miedo se mezclaba con curiosidad.
Decidí investigar la historia de la pensión.
En la biblioteca de la ciudad encontré artículos antiguos: la pensión había sido un hogar de huérfanos durante los años 40.
Varias niñas habían muerto de enfermedades o accidentes dentro de las habitaciones.
Y el cuarto que alquilé tenía, según los registros, la mayor cantidad de muertes extrañas.
Volví a la pensión con más preguntas que respuestas.
—No puedo moverme —susurró la voz esa noche. Me levanté y miré la pared, el papel que cubría el agujero se movía levemente, como si algo respirara detrás.
Decidí abrirlo con un cúter.
Detrás, un pasillo diminuto, oscuro, que parecía continuar dentro de la pared.
Podía sentir la humedad y un olor a tierra mojada.
—Por favor… —dijo la voz, más clara que nunca—. Ayúdame.
No sé por qué, pero me armé de valor.
Metí la mano en el agujero y sentí algo frío y húmedo.
Era una especie de figura pequeña, humana, pero deformada, atrapada en la pared.
Traté de sacarla, pero me hizo retroceder un escalofrío intenso:
—No… no te acerques…
Esa noche no pude dormir.
Cada susurro se convirtió en gritos ahogados, como si alguien estuviera atrapado en una habitación invisible.
Decidí que debía buscar ayuda.
Al día siguiente, fui a ver a un arquitecto amigo, Carlos.
—No hay ningún espacio detrás de esa pared —me aseguró—. Es sólo yeso y ladrillos.
—Pero lo escuché —le dije—. La voz…
—Julieta, vos estás cansada. Probablemente estés imaginando cosas.
Me sentí ridícula, pero algo dentro mío sabía que no era imaginación.
Esa noche, los susurros cambiaron de tono.
—Sal, antes de que sea tarde…
El aire se volvió espeso, como si algo respirara dentro de mi cuarto.
La ventana estaba cerrada, pero el frío era insoportable. Sentí que algo tocaba mis pies bajo la manta.
Al mirar hacia abajo, no vi nada, pero el susurro continuaba, insistente, repetitivo:
—No puedo salir…
—¿Quién eres? —pregunté con voz temblorosa.
No hubo respuesta, pero cuando cerré los ojos, vi un rostro detrás del agujero: una niña, con ojos enormes y vacíos, que me miraba.
Un grito salió de mi garganta, y al abrir los ojos, el rostro había desaparecido.
Decidí instalar una cámara pequeña frente al agujero.
Quería probar que lo que escuchaba era real.
Durante tres noches grabé, pero la cámara sólo capturó oscuridad.
Sin embargo, al revisar las cintas, una de ellas mostraba algo imposible: la pared temblaba levemente, y una sombra pequeña se movía dentro de ella, apartando el papel que la cubría.
La voz se volvió más clara:
—Julieta… ayúdame…
Sentí un nudo en la garganta y miedo real, profundo, como nunca antes había sentido.
Esa noche dormí con la linterna encendida y un cuchillo sobre la mesa.
Cada vez que la voz susurraba, saltaba de la cama, temblando.
Los días siguientes fueron peores, los susurros comenzaron a aparecer durante el día.
En el mercado, en el colectivo, incluso en el diario mientras escribía notas. Casi nadie me creía.
Mi mente comenzaba a dudar de la realidad.
Una noche, decidí enfrentar lo imposible, abrí el agujero y metí toda la mano dentro.
El frío era intenso, húmedo.
Sentí dedos pequeños, temblorosos, que se aferraban a mi muñeca.
Intenté jalar, pero la fuerza era demasiado.
—No puedo salir… —susurró—. Por favor…