Relatos De Medianoche

17. NO ABRAS LA CORTINA

Nunca me gustaron las habitaciones con cortinas gruesas.

Siempre me dio la sensación de que, detrás de ellas, algo podía observar.

Pero jamás imaginé que eso que observaba, también podía moverse.

Mi nombre es Verónica y, en 1977, fui internada en el Hospital Psiquiátrico Santa Lucía, en las afueras de Buenos Aires.

Tenía veinticinco años, y para muchos, mis “problemas” eran simples nervios, ansiedad, paranoia, pero había algo que no podían entender: yo podía sentirlo.

La primera noche en mi habitación, una cortina vieja, gris y raída cubría la ventana que daba al patio trasero.

—No abras esa cortina —me advirtió la enfermera.

—¿Por qué?

Ella me miró con los ojos cargados de miedo y no respondió.

Algo dentro mío me decía que estaba diciendo la verdad.

Esa noche escuché un susurro detrás de la cortina.

Primero fue casi imperceptible, un roce de aire y una palabra:

—Verónica…

Me levanté, temblando, pero la voz cesó al acercarme.

Miré por la ventana: solo la oscuridad, los árboles del patio balanceándose bajo el viento.

Intenté dormir, pero cada sombra parecía más cercana de lo normal.

Al día siguiente, las otras pacientes me miraban raro.

—La cortina… —susurró una—. Mi abuela decía que algo vive detrás de ella.

Reí nerviosa, aunque mi corazón latía con fuerza.

No podía evitar mirar la cortina.

Sentía que había algo detrás, invisible, observándome, moviéndose.

Con los días, la sensación de ser vigilada se volvió obsesión.

Cada noche escuchaba ruidos detrás de la tela: pasos, respiraciones, golpes suaves.

No había forma de que alguien entrara; la ventana estaba cerrada y la puerta bajo llave.

Comencé a hablar sola:

—Si estás ahí, muéstrate. —Nada respondía, salvo un frío que subía desde el piso y me envolvía como un sudario.

Una noche, mientras intentaba dormir, sentí que algo rozaba mis pies, abrí los ojos: la cortina temblaba, como si algo golpeara por dentro.

El aire olía a tierra mojada y descomposición, entonces, fue cuando escuché claramente:

Verónica… quiero salir.

Intenté que me cambiaran de habitación, pero los médicos insistieron en que era mejor que me quedara.

—Es normal que sientas miedo —dijeron—. Es parte de tu tratamiento.

Aun así, yo sabía que no era un miedo común, porque había algo más: algo consciente, que vivía detrás de esa cortina.

Comencé a notar detalles extraños: sombras que no coincidían con los muebles, reflejos que no tenían fuente de luz, murmullos que parecían repetir palabras que nunca dije.

Las enfermeras también comenzaron a cambiar su actitud: algunas evitaban mi habitación, otras me miraban con pavor.

Una noche, escuché un golpe seco: alguien o algo había empujado la cortina hacia dentro.

No abras —susurró la voz, más firme.

Una tarde, mientras revisaba la cortina con linterna, vi algo imposible: un par de ojos brillantes, ocultos entre las fibras del tejido, que me seguían.

Parpadeé, y desaparecieron.

Al tocar la cortina, sentí dedos fríos, húmedos, que se agarraban a mi mano.

Grité, y la enfermera que pasaba corrió.

—¡Tranquila! —dijo—. Es tu ansiedad.

Pero yo sabía que no era ansiedad.

Cada noche, la voz se volvía más insistente, más humana, más desesperada:

Déjame salir…

—No… —respondí yo, aunque una parte de mí quería abrir.

Intenté buscar pistas sobre la habitación.

Los expedientes antiguos estaban guardados en un sótano polvoriento del hospital.

Ahí descubrí que antes, en los años 50, varias pacientes habían desaparecido en circunstancias extrañas.

Todas habían sido vistas por última vez cerca de la cortina del cuarto 12, que ahora yo ocupaba. Mi paranoia aumentó, no solo escuchaba la voz: sentía que alguien caminaba detrás de mí cuando estaba sola, que la sombra se deslizaba por el suelo.

A veces veía su reflejo en el espejo, un rostro pálido, sin ojos, que me observaba mientras escribía en mi cuaderno.

Una noche, decidí enfrentar lo imposible.

Me acerqué a la cortina, sintiendo cada respiración como un tambor en el pecho.

—Si estás ahí, muéstrate —dije, temblando.

El tejido se movió, y apareció un rostro detrás: una mujer, pálida, con los ojos huecos y un hilo de saliva corriendo por su boca.

Extendió la mano hacia mí.

Ayúdame… —susurró—. Por favor…

Retrocedí, pero la cortina empezó a moverse sola, como si una fuerza invisible la jalara hacia adentro.

El cuarto se llenó de un frío que quemaba.

Intenté gritar, pero la voz se me atragantó.

Todo estaba envuelto en oscuridad, y la sensación de que algo estaba dentro de mí se hizo insoportable.

Desde entonces, no he podido dormir tranquila.

Cada vez que cierro los ojos, siento sus manos sobre mi piel.

La voz sigue llamándome, susurrándome desde la cortina, desde la ventana, desde cada sombra.

Los médicos me dicen que es paranoia, alucinación, estrés.

Pero sé que mienten.

Y que si alguna vez abro la cortina, lo que está detrás de ella me atrapará.

A veces, en los momentos de silencio absoluto, escucho el roce de dedos en la tela.

Y un susurro muy cerca de mi oído:

Verónica… abre…

No sé cuánto tiempo más podré resistir.




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