Siempre he sentido que los cuadros pueden mirar.
Que los ojos pintados guardan secretos y memorias que no pertenecen al lienzo.
Pero jamás imaginé que uno podría cambiar, vivir, acecharme.
Mi nombre es Federico.
Soy coleccionista de arte desde los veinticinco años, y en 1981, tenía treinta y dos.
Mi último hallazgo fue un retrato antiguo, fechado en 1880, de un hombre con traje oscuro y expresión severa.
Lo compré en un mercado de antigüedades en San Telmo, entre relojes oxidados y muebles desvencijados.
El dueño me advirtió con una voz baja y nerviosa:
—No sé de dónde salió, pero dicen que cambia…
—Cosas de superstición —respondí, ignorando la advertencia.
Coloqué el cuadro en mi estudio, sobre la pared principal, y me alejé satisfecho.
La primera noche, sentí una incomodidad extraña.
El hombre del retrato parecía mirarme desde un ángulo distinto, sus ojos eran más penetrantes que cuando lo compré.
Intenté convencerme a mí mismo de que era mi imaginación, pero al día siguiente, noté un cambio evidente: el hombre sonreía ligeramente, y sus ojos parecían seguirme cuando caminaba por la habitación.
Moví el cuadro, lo volví a colgar.
Al principio creí que era la luz, sin embargo, al anochecer, la sonrisa se volvió más pronunciada.
Comencé a registrar cada cambio.
Cada noche, al apagar las luces, el retrato mostraba detalles distintos: la postura, la expresión, incluso el fondo del cuadro.
A veces aparecían sombras detrás del hombre, figuras oscuras que no existían durante el día.
Intenté fotografiarlo, pero las fotos salían borrosas, o la imagen mostraba al hombre en otra posición, mirándome con más intensidad.
Una noche escuché un susurro:
—Federico…
El sonido parecía venir del propio cuadro, y mi corazón se detuvo por un instante.
No estaba solo en la habitación.
Intenté deshacerme del retrato. Lo bajé, lo llevé a la terraza, y lo expuse a la luz del sol.
Al volver, estaba en mi estudio colgado, exacto, con su expresión cambiada: ahora los ojos eran más fríos, y la boca parecía mover los labios, como si murmurara palabras que no podía entender.
Las noches se volvieron insoportables.
El retrato no solo cambiaba de expresión: parecía acercarse.
El hombre del cuadro me observaba dormir, sus ojos brillando en la penumbra.
Cada sombra en la habitación se confundía con la suya.
Comencé a tener pesadillas: el retrato me llamaba, me señalaba con el dedo, y en mis sueños, yo me acercaba y sentía que una fuerza invisible me jalaba hacia el lienzo.
Busqué ayuda de expertos en arte y superstición.
Todos me miraban incrédulos.
—Son efectos ópticos —decían—. La pintura es vieja, la luz puede jugar trucos.
Pero yo sabía que era más.
Sabía que el hombre del retrato podía moverse, podía verme, podía… salir.
Una noche, mientras revisaba mis notas, vi algo imposible: el hombre estaba de perfil, girando hacia mí, aunque yo no había tocado el cuadro.
Se acercó lentamente, los ojos fijos en mí.
Escuché un susurro:
—Federico… ven…
Sentí que mi cuerpo se paralizaba, quise gritar, pero no pude.
La respiración se me cortaba, y algo en el aire me empujaba hacia el retrato.
Comencé a vivir con miedo constante.
Cada sombra, cada reflejo en los espejos, parecía suyo.
Cada visita de amigos terminaba en incomodidad: ellos veían el cuadro normal, pero yo percibía la presencia, la amenaza.
Una noche decidí enfrentar lo imposible.
Me acerqué al cuadro, con la mano temblorosa, y susurré:
—¿Qué querés de mí?
El hombre sonrió y, por primera vez, la boca se movió:
—Tu vida… y tu mirada.
Y entonces, sentí un tirón, como si una fuerza invisible quisiera absorberme dentro del lienzo.
Desde esa noche, la habitación cambió.
El retrato siempre está allí, observándome, esperando.
A veces, mientras escribo estas líneas, siento que sus ojos se mueven, que sus labios pronuncian palabras mudas que solo yo puedo entender.
Cada vez que me alejo, lo siento cercano; cada vez que intento dormir, lo percibo detrás de mí.
He intentado deshacerme del cuadro, venderlo, tirarlo al río.
Nada funciona.
Y sé que algún día, no habrá vuelta atrás.
Hoy escribo esto en un cuaderno antiguo, temiendo cerrar los ojos.
Sé que el hombre del retrato sigue allí, acechando, observando, paciente.
No sé si está atrapado en la pintura o si usa el lienzo como portal.
Solo sé que, mientras viva, no podré ignorarlo.
A veces, cuando la luz de la tarde ilumina la habitación, puedo jurar que se mueve, que respira, que espera el momento de salir.
Y temo que ese momento llegue antes de que pueda escapar.