Cuando me mudé al departamento de la calle Rivadavia, pensé que encontraría la tranquilidad que necesitaba.
Era un edificio antiguo, con ascensor oxidado y un pasillo que olía a humedad y a madera vieja.
Mi departamento estaba en el primero, y arriba había un piso que, según el portero, llevaba años vacío.
Eso me tranquilizó al principio; no me gustaban los vecinos curiosos ni las interrupciones.
La primera noche fue silenciosa.
Me senté en el sillón del living, con una cerveza barata y un disco de vinilo de jazz.
Escuché cómo la aguja rozaba el disco, y el viento movía las cortinas.
Pero a medianoche, un crujido me despertó.
Al principio lo atribuí a la estructura del edificio: maderas viejas, tuberías.
Pero entonces escuché pasos: pasos ligeros, medidos, que se desplazaban por el piso de arriba.
—Debe ser el viento —me dije—. Nada más.
Pero los pasos continuaron.
A veces subían y bajaban las escaleras, aunque la puerta del departamento superior estaba cerrada, y luego comenzaron los susurros, apenas audibles: palabras sin sentido, como si alguien practicara un idioma desconocido, o me hablara a escondidas.
Los días siguientes fueron iguales, llegaba del trabajo y encontraba pequeñas señales: una cortina corrida que yo estaba seguro de haber cerrado, un cuadro torcido, el olor a polvo recién removido en el piso vacío de arriba.
Hablé con el portero:
—No hay nadie viviendo arriba, señor. Lleva años vacío.
—Lo sé —respondí—. Pero escucho… pasos. Susurros.
Me miró con una mezcla de curiosidad y miedo.
—Son edificios antiguos. Hacen ruidos —dijo—. Nada más.
Intenté ignorarlo, pero cada noche los ruidos aumentaban.
A veces sentía que los pasos bajaban las escaleras y se detenían frente a mi puerta.
El corazón me latía con fuerza; cada crujido me hacía girar hacia la sombra del pasillo.
No podía dormir, y la paranoia comenzó a crecer.
Una madrugada, me levanté decidido a enfrentar lo imposible.
Subí las escaleras hasta el segundo piso.
El departamento estaba cerrado, como siempre.
Golpeé la puerta suavemente: silencio.
Intenté escuchar entre las rendijas de la madera: nada, solo el eco de mis propios latidos.
De pronto, un frío recorrió mi espalda, y el silencio se quebró con un susurro claro:
—Te estaba esperando…
Salté hacia atrás, tropecé y caí al piso, la puerta no se movía, pero la voz había sido humana, real, inconfundible.
Mis manos temblaban; un miedo irracional me impedía pensar.
Subí el volumen de la televisión, encendí todas las luces, y aún así sentí que alguien me observaba desde arriba.
Los días siguientes no mejoraron.
Cada ruido, cada sombra me hacía sobresaltar.
Comencé a registrar lo que ocurría: horarios, duración, intensidad.
Había un patrón: siempre entre las doce y las tres de la mañana.
Los pasos eran regulares, los susurros más claros.
A veces sentía que alguien respiraba cerca de mi oído, aunque estaba solo en el departamento.
Decidí hablar con un vecino del tercer piso.
—¿Escuchaste algo? —le pregunté.
—Sí —respondió—. Desde hace meses oigo ruidos del piso de abajo, del segundo.
—Pero… está vacío —dije.
—Eso dicen —contestó, mirándome con ojos serios—. Yo solo sé que no es normal.
Una noche, desperté sobresaltado; el reloj marcaba las dos y media; los pasos habían comenzado, y los susurros también, pero esta vez sentí algo diferente: una presión en mi pecho, como si alguien estuviera dentro de la habitación, cerca de mi cama.
Abrí los ojos: la penumbra parecía tomar forma.
Una sombra se levantó en la esquina del living, alta, delgada, moviéndose lentamente hacia mí.
Quise gritar, pero no pude.
Intenté correr hacia la puerta, pero mis piernas no respondían.
La sombra se acercaba, y los susurros se transformaron en palabras claras:
—Te estaba esperando…
Al amanecer, desperté en el suelo.
No había sombra, no había presencia, solo el rastro de mis sábanas arrugadas.
El miedo persistía, y ya no podía dormir.
Comprendí que no importaba si el departamento estaba vacío o no: algo vivía allí, acechándome.
Algo que no quería ser visto, pero sí sentido.
Pasaron semanas y no mejoró.
Cada noche era lo mismo: pasos, susurros, sombras.
Mis amigos dejaron de visitarme; no podía explicar lo que ocurría sin que me miraran como a un loco.
Una noche, decidido a enfrentar mi destino, subí las escaleras nuevamente.
Golpeé la puerta del departamento vacío.
No obtuve respuesta.
Pero entonces escuché pasos acercándose detrás de mí.
Grité: “¡Sal de aquí!”
Nada respondía.
Sentí una mano fría rozar mi hombro.
Me giré y no había nadie.
El silencio volvió, pero la sensación de ser observado persistía.
Desde entonces, vivo con la certeza de que alguien o algo me sigue.
Que cada sombra podría ser la vecina del segundo piso.
Que cada susurro en la madrugada me llama.
Y sé que nunca podré dormir tranquilo.