Relatos De Medianoche

20. EL TÉLEFONO DE LA HABITACIÓN 9

Nunca fui de creer en lo sobrenatural, ni en esas historias que la gente cuenta para asustar a los turistas.

Pero ese verano de 1978, viajando por la provincia de Buenos Aires, descubrí que algunas cosas no tienen explicación… y que la paranoia puede ser tan real como el miedo mismo.

Me llamo Alejandro y, esa noche, llegué cansado a un hotel olvidado en la ruta.

El edificio tenía un aire de otro tiempo: alfombras caídas, luces amarillas, muebles pesados de madera y un olor a moho que penetraba en cada rincón.

El recepcionista era un hombre mayor, delgado y silencioso, que apenas levantó la mirada cuando le pedí la habitación.

—Solo me queda la número 12 —dijo, señalando un pasillo oscuro.

—Está bien —respondí, dejando la mochila en la recepción.

El pasillo tenía un silencio profundo. Cada puerta estaba numerada, cada alfombra arrugada parecía susurrar mis pasos.

Entré en la habitación 12, dejé las llaves sobre la mesa y encendí la lámpara.

La habitación era amplia, con una cama grande, escritorio y un teléfono negro de disco sobre la mesa de noche.

No le presté demasiada atención al teléfono; apenas lo miré antes de acostarme.

Esa noche, mientras intentaba dormir, escuché un timbre.

—Debe ser la televisión del pasillo —me dije.

Pero el timbre era diferente, más claro y cercano.

Era el teléfono.

Lo levanté: silencio. Solo un ruido blanco, como un zumbido lejano.

Colgué, pensando que sería una línea defectuosa.

Pero minutos después, volvió a sonar. Esta vez, una voz suave, femenina, susurró mi nombre:

Alejandro…

Mi corazón se detuvo.

—¿Quién está ahí? —pregunté, mi voz temblando.

Silencio.

Colgué de nuevo, respirando agitadamente.

Intenté dormir, pero la paranoia se instaló. Cada crujido del hotel me parecía un susurro, cada sombra una presencia.

Al día siguiente, bajé a la recepción y pregunté por la habitación 9.

El recepcionista frunció el ceño.

—Hace años que está clausurada —dijo—. No debe usarse por nada del mundo.

—Pero… ¿por qué? —pregunté, curioso y preocupado.

—Dicen que hubo un accidente —contestó—. La mujer que se hospedaba allí desapareció… nadie sabe cómo.

Esa tarde, mientras revisaba mis cosas en la habitación, el teléfono volvió a sonar.

Habitación 9… —susurró la voz.

La paranoia me golpeó como un golpe físico.

Sentí que algo me observaba, que la voz venía de la pared, del teléfono, pero también de dentro de la habitación.

El zumbido era más intenso, la voz más insistente.

Intenté ignorarlo, pensando que mi mente jugaba trucos por el cansancio y la soledad, no obstante, esa noche no pude dormir.

Cada vez que el teléfono sonaba, sentía que los ojos de alguien me miraban desde la pared.

Los muebles parecían moverse ligeramente, y un frío constante recorría la habitación, como si alguien respirara muy cerca.

Llamé al recepcionista:

—Escuché el teléfono otra vez —dije.

—No uses esa línea —advirtió—. Hay cosas que no se deben despertar.

Ignoré la advertencia, y esa decisión me costó caro.

A la medianoche, el timbre volvió a sonar. Tomé el auricular y escuché la voz, clara, cercana, desesperada:

Alejandro… ven… ven a la habitación 9…

Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

Me levanté, tomando la linterna de la mesita de noche.

El pasillo estaba vacío, silencioso, pero sentía pasos detrás de mí, lentos, insistentes, que no emitían sonido.

Avancé hacia la habitación 9. La puerta estaba cerrada, cubierta de polvo y con un cartel de “prohibido el ingreso”.

Aun así, la voz continuaba:

Abre… abre…

No podía resistir. La mano me temblaba al tocar la perilla, y cuando la giré, un viento helado me atravesó.

Entré. La habitación estaba vacía, oscura, con las cortinas cerradas y un silencio absoluto.

Pero algo me esperaba.

Sobre la cama, un teléfono negro igual al de mi habitación 12 comenzó a sonar solo.

Me acerqué, y al levantar el auricular, la voz susurró:

Nunca debiste llegar aquí…

El aire se volvió pesado, y sentí que la habitación giraba lentamente.

Las paredes parecían acercarse a mí, y sombras se movían en los rincones.

Intenté correr, pero mis pies parecían hundirse en la alfombra.

Entonces vi algo imposible: una figura femenina, etérea, flotando frente a mí, con los ojos vacíos y un vestido antiguo.

Ven… —susurró nuevamente—. Ven y quédate.

No sé cuánto tiempo estuve allí.

Cuando desperté, estaba nuevamente en mi habitación 12, el teléfono en silencio.

Las luces de la lámpara parpadeaban, y el reloj marcaba las tres de la mañana.

Desde esa noche, cada vez que escucho un teléfono sonar, siento que me llama la mujer de la habitación 9.

Ya no duermo tranquilo.

Nunca dejo el auricular sobre la mesa; cada timbre me paraliza.

Sé que ella sigue allí, esperándome, y que algún día… volverá a llamar.

No hablé con nadie más sobre esto.

El recepcionista murió años después, pero los rumores del hotel continúan.

Dicen que los que escuchan el teléfono de la habitación 9 terminan desapareciendo, o volviéndose locos.

Yo aún estoy aquí, escribiendo esto, y cada vez que miro el teléfono, el zumbido parece acercarse…

y la voz me susurra mi nombre.

Sé que no hay escapatoria.




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