A veces el silencio no es ausencia de sonido.
A veces el silencio es lo que queda cuando algo que no vemos se sienta con nosotros y nos escucha.
Eso lo aprendí en el invierno del 79, en una casa alquilada a las afueras de Olavarría.
Me había mudado por trabajo.
Era un lugar tranquilo, una casa antigua rodeada de campo, con paredes gruesas y techos de chapa.
La dueña, una mujer mayor, me advirtió al entregarme las llaves:
—No se asuste si la radio se enciende sola.
Creí que era una broma, aunque algo en su rostro decía lo contrario. Le sonreí, pero ella no lo hizo.
—No la apague —agregó—. Solo escúchela un rato y luego déjela.
Pensé que estaba chiflada.
Esa noche, sin embargo, descubrí que hablaba en serio.
Cené algo rápido, me acosté temprano y, alrededor de la medianoche, la radio del comedor comenzó a emitir estática.
Un zumbido leve, como un susurro constante.
Me levanté medio dormido, bajé el volumen y la apagué.
Volví a la cama.
Cinco minutos después, volvió a encenderse.
La luz roja del dial titilaba, y de entre la estática emergió una voz distorsionada, masculina, repitiendo una frase:
—¿Me escuchas?... ¿Estás ahí?...
Apagué otra vez.
La casa entera parecía contener la respiración.
El viento afuera apenas movía las cortinas.
A la tercera vez que sonó, ya no me animé a tocarla.
Me quedé frente a la radio, mirando cómo la aguja del dial se movía sola, buscando una frecuencia invisible.
Durante el día, todo parecía normal.
El sol entraba por las ventanas y el silencio era amable.
Pero apenas caía la noche, la radio se encendía.
A veces la voz era masculina, otras femenina.
A veces solo música vieja, tangos distorsionados que no parecían de ninguna emisora.
Una madrugada escuché algo que me heló la sangre:
Era mi nombre.
—Julián… —susurraba la voz—. ¿Te acuerdas?
Nadie en la zona sabía que vivía allí.
El teléfono de la casa no funcionaba, y no tenía familia cerca.
A partir de ese momento, comencé a sentir que la casa respiraba.
Los pasos en el pasillo, los portazos leves, los murmullos desde las paredes.
Todo comenzó con la radio, pero la presencia ya estaba en todas partes.
Decidí mudarme, pero antes quería hablar con la dueña.
Fui a verla al pueblo.
Me recibió en la puerta, como si ya supiera por qué había ido.
—¿La radio? —preguntó, y yo asentí—. Esa radio era de mi marido —me dijo—. Murió en esa casa, en el 68. Desde entonces, cada tanto vuelve.
—¿Vuelve?
—A comunicarse —respondió ella con serenidad—. No le gusta que lo ignoren.
No supe qué contestar.
Volví esa misma tarde con la intención de llevarme mis cosas y dejar las llaves, pero al entrar, la radio ya estaba encendida.
No había electricidad; un corte había afectado toda la zona.
Y sin embargo, la luz roja del dial brillaba.
La voz habló más clara que nunca:
—Julián… no te vayas todavía.
El aire se volvió espeso.
La chapa del techo crujió como si algo caminara sobre ella.
Las sombras se estiraban por las paredes, y la sensación de ser observado era insoportable.
—¿Qué querés? —grité.
Silencio.
Y luego, apenas un murmullo, tan bajo que tuve que acercar el oído al parlante:
—Volver…
El aparato chispeó, y una corriente fría recorrió la habitación.
Vi mi reflejo en el vidrio del dial y, detrás, una silueta.
Un hombre alto, inmóvil, con el rostro borroso.
Retrocedí, tropecé con una silla y caí al suelo.
La radio se apagó de golpe.
Amaneció con un silencio absoluto.
La radio seguía sobre la mesa, pero algo en ella había cambiado: el dial estaba detenido en una frecuencia que no existía.
Decidí irme sin mirar atrás, mientras me alejaba por el camino de tierra, creí escuchar, muy lejos, una melodía suave saliendo de la casa…
como si alguien hubiera vuelto a encender la radio.
Una semana después, la policía del pueblo me llamó.
Habían encontrado la casa vacía, sin muebles, sin radio.
Solo una silla frente a la pared y marcas de uñas en la pintura, como si alguien hubiera intentado salir.
No volví a Olavarría desde entonces.
A veces, en la madrugada, cuando dejo encendido el televisor, la pantalla titila y escucho un leve zumbido…
y entre la estática, una voz que pregunta:
—¿Me escuchas?... ¿Estás ahí?...