Relatos De Medianoche

23. EL HUÉSPED DEL ASTILLO

Una mujer alquila una vieja casa en las afueras de Rosario. En la planta alta hay un altillo cerrado con llave que el casero le pide que nunca abra. Las noches se vuelven cada vez más extrañas: pasos, voces, y un olor a humedad que parece tener vida propia. Lo que comienza como curiosidad se convierte en un descenso hacia la paranoia y lo imposible.

Cuando llegué a la casa, lo primero que noté fue el silencio.

Era profundo, denso, como si todo el aire estuviera detenido en el tiempo.

El casero, un hombre delgado y con manos temblorosas, me entregó las llaves con una advertencia seca:

—No suba al altillo. Está sellado por una razón.

Pensé que exageraba. La casa era enorme, con techos altos, ventanas angostas y paredes manchadas de humedad. Ideal para lo que buscaba: tranquilidad.

Pero desde la primera noche, supe que algo no estaba bien.

A la medianoche, mientras intentaba dormir, escuché un golpe seco, como si algo pesado hubiera caído encima.

Me incorporé.

Recordé las palabras del casero.

El altillo.

Intenté ignorarlo, pero los ruidos continuaron.

Pasos lentos, arrastrados.

Como si alguien caminara descalzo sobre el piso de madera.

Me dije que era una rata, o un gato, o el viento. Pero el viento no murmura tu nombre en la oscuridad.

Laura... —susurraron esa noche.

El sonido venía del techo.

Pasaron los días y el miedo se mezcló con la curiosidad.

Durante el día, la casa parecía normal: el sol entraba tibio por las ventanas y el aire olía a polvo viejo.

Pero al caer la noche, todo cambiaba.

Las sombras se movían como si respiraran.

Las luces titilaban, y el aire se volvía espeso.

Comencé a tener pesadillas.

En una de ellas, subía al altillo y veía una figura agazapada en un rincón, con el rostro cubierto por una sábana sucia.

Despertaba siempre empapada en sudor, con el eco de una respiración que no era mía.

Una tarde, mientras limpiaba, encontré una llave antigua detrás de un marco.

Era pequeña, oxidada, y encajaba perfectamente en la cerradura de la puerta del altillo.

La tuve en la mano mucho tiempo.

Sentía que me quemaba la piel, como si la casa misma supiera lo que pensaba hacer.

Esa noche no dormí.

Los pasos volvieron, más pesados.

El sonido del arrastre era constante, como si alguien moviera un mueble.

Hasta que escuché tres golpes secos en la puerta del altillo.

Toqué mi pecho.

El corazón no obedecía.

Decidí subir.

Tomé una linterna y la llave.

Cada escalón crujía como un lamento.

El olor era insoportable: algo entre moho y carne vieja.

La puerta del altillo temblaba con cada golpe que provenía del otro lado.

Metí la llave, y la cerradura giró con un sonido sordo.

Empujé la puerta.

El aire del interior era frío, inmóvil.

Había una cuna rota en el centro, cubierta por una manta gris.

En las paredes, dibujos infantiles hechos con tiza, y marcas de uñas, muchas, como si alguien hubiera intentado salir.

Mi linterna parpadeó, y entonces lo vi.

Una sombra, encorvada, mirándome desde el rincón.

No tenía rostro, pero sí ojos.

Eran hundidos, profundos, llenos de un brillo húmedo que me paralizó.

Retrocedí, tropezando con la escalera.

La puerta se cerró de golpe.

La llave se cayó, rodó por el piso y desapareció entre las rendijas.

Desde el otro lado, escuché un suspiro, luego, una risa baja, infantil.

Corrí hasta la planta baja, pero la casa había cambiado.

Los muebles estaban cubiertos con sábanas que antes no estaban.

Las paredes, llenas de fotografías viejas.

En todas, la misma figura borrosa: una niña con vestido blanco, de pie junto a una mujer que se parecía a mí.

Intenté irme, pero la puerta principal no se abría.

Golpeé, grité, lloré.

Las ventanas mostraban solo oscuridad, como si fuera de noche aunque aún fuera de día.

Y arriba, los pasos.

Ahora bajaban.

Lentos, decididos.

Laura... —susurró de nuevo la voz—. No me dejes sola otra vez.

El aire se volvió gélido, las luces se apagaron, y en el reflejo del vidrio, vi su silueta detrás de mí, los brazos extendidos, el rostro cubierto de cicatrices.

Desperté al día siguiente en el suelo, con la puerta abierta y la casa iluminada por el sol.

Todo parecía normal, salvo por la llave que seguía en mi mano y una huella de pie pequeña en el polvo del piso.

Me fui sin mirar atrás.

Pero mientras el colectivo se alejaba, miré por la ventanilla y vi el altillo abierto.

En la ventana, una figura blanca me observaba.

Sonreía.




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