Relatos De Medianoche

24. LA SOMBRA DE LA VENTANA

Un hombre se muda solo a un departamento en el centro de Buenos Aires durante los años 70. Cada noche, percibe una sombra que se asoma a la ventana de su dormitorio. Lo que comienza como curiosidad se transforma en paranoia extrema, con presencias que parecen acecharlo desde todos los rincones de su hogar.

Me llamo Ricardo y nunca creí en fantasmas.

Me mudé a un departamento viejo en un edificio de tres pisos, con fachada de ladrillos y un balcón pequeño.

Era barato, y yo necesitaba independencia.

La primera noche todo parecía normal.

El sonido de la ciudad llegaba amortiguado, y las luces de la calle parpadeaban débilmente.

Pero alrededor de las doce, vi algo que me puso tenso: una sombra alta, delgada, que se movía lentamente frente a mi ventana.

—Debe ser alguien en el balcón de enfrente —me dije—. Nada más.

Al día siguiente revisé el balcón del vecino, pero estaba vacío.

No había manera de que alguien hubiera estado allí.

Y esa noche, la sombra volvió.

Se movía con gracia imposible, como si flotara.

Se detenía siempre que yo me acercaba a la ventana, y desaparecía si intentaba mirar directamente.

Comencé a sentir la paranoia crecer.

Cada vez que caminaba por la casa, sentía que algo me seguía.

El aire estaba cargado, pesado.

El sonido de mis pasos parecía responder a los míos.

Y esa sombra siempre estaba allí, aunque no supiera dónde.

Una madrugada, mientras revisaba la cocina, escuché un crujido detrás de mí.

Me giré, y la sombra estaba en el marco de la puerta del dormitorio, más definida que nunca.

No tenía rostro, pero parecía mirarme.

Mi respiración se aceleró, y un frío intenso recorrió mi columna.

Intenté hablar:

—¿Quién está ahí? —Mi voz sonaba débil, temblorosa.

No hubo respuesta, sólo silencio y el sonido de algo arrastrándose por el piso de madera.

Las noches siguientes fueron peores, las sombras se movían con más audacia: detrás de los muebles, reflejadas en los espejos, en los rincones más oscuros.

Sentía que me observaban, que escuchaban cada palabra, cada movimiento.

La paranoia se convirtió en obsesión.

Cada vez que salía de la casa, revisaba que la puerta estuviera cerrada.

Y cada vez que regresaba, la sombra ya me esperaba.

Empecé a dormir en el sofá, encendiendo todas las luces, pero no importaba.

Siempre aparecía, silenciosa, acechando, desafiando mi cordura.

Una noche, decidí enfrentar lo imposible.

Me quedé en la oscuridad del dormitorio, esperando.

La sombra apareció al pie de la cama.

No avanzaba, solo flotaba, inmóvil.

El corazón me latía con fuerza, y mis manos temblaban tanto que apenas podía sostener la linterna.

—¿Qué querés de mí? —grité.

La sombra se movió lentamente hacia mí.

El aire se volvió espeso, y la habitación pareció encogerse.

Sentí su presencia como un peso físico sobre mi pecho.

Y entonces escuché un susurro:

No puedes irte...

Intenté escapar, pero mis pies parecían pegados al piso.

La sombra se acercaba, y con cada movimiento sentía que perdía el control de mi cuerpo.

Las luces parpadearon y los muebles crujieron, como si todo en la habitación cobrara vida propia.

El miedo era absoluto, paralizante.

Cuando abrí los ojos, estaba nuevamente solo, sentado en el sofá.

El reloj marcaba las tres de la mañana.

Pero sabía que no estaba solo.

La sombra se había movido a la ventana del living.

Observándome. Esperando.

Desde entonces, cada noche es un tormento.

Intento no mirar hacia la ventana, pero siempre la veo.

Las presencias acechan en todos los rincones de la casa: detrás de las puertas, en los reflejos, en los rincones oscuros.

A veces siento que incluso las paredes respiran.

Sé que la sombra no se va a ir.

Que me observa desde algún lugar que no comprendo.

Y cada vez que cierro los ojos para dormir, la escucho: un susurro frío, que atraviesa mi mente:

No puedes irte...




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