En los años 80, un joven estudiante alquila una habitación en una pensión antigua del barrio de San Telmo, Buenos Aires. Cada noche escucha pasos que vienen del subsuelo, aunque el dueño le asegura que el sótano fue clausurado hace décadas. Lo que comienza como simple curiosidad termina revelando una presencia que nunca se fue del lugar...
Llegué a la pensión en marzo del 81, era un edificio enorme, de paredes gastadas, escaleras que gemían con cada paso y un olor a humedad que no se iba ni con litros de lavandina, pero el alquiler era barato, y eso bastaba para un estudiante de medicina con poco dinero.
La dueña, doña Nilda, me entregó la llave sin mucho entusiasmo.
—Nada de bajar al subsuelo, ¿entendió? —me advirtió—. Está clausurado desde el accidente.
No pregunté cuál accidente ocurrió, no quise parecer curioso, pero esa misma noche escuché los pasos.
Eran lentos, firmes, regulares.
Como si alguien caminara bajo mis pies, recorriendo el sótano una y otra vez.
Pensé que sería el eco de las cañerías o de los vecinos. Sin embargo, las pisadas tenían ritmo humano, y lo más perturbador: se detenían exactamente cuando yo me movía.
Las siguientes noches fueron peores, los pasos volvían siempre a la misma hora: las tres y cuarto.
El sonido se acercaba a la escalera principal, subía tres peldaños y luego se detenía.
Era como si alguien invisible me observara desde el otro lado de la puerta.
Una madrugada me animé a mirar.
Abrí la puerta del pasillo y encendí la linterna.
Solo vi el suelo de mosaicos agrietados, pero el aire estaba tan frío que me dolían los pulmones al respirar.
Doña Nilda notó mi aspecto al día siguiente.
—No se meta en lo que no le incumbe, m'hijo —me dijo sin mirarme—. Algunos pasos no son de este mundo.
No supe qué responder, aunque esa noche decidí escribir lo que oía.
Anoté cada ruido, cada intervalo.
3:14 —golpes.
3:15 —pasos, lentos.
3:17 —detención en la escalera.
3:18 —susurro.
Sí, un susurro.
No entendí las palabras, pero era una voz de hombre, gastada, como si hablara desde el agua.
Pasaron semanas, mi salud comenzó a deteriorarse. No dormía, apenas comía, y sentía una presión constante en la nuca, como si alguien estuviera detrás de mí.
Cada vez que intentaba estudiar, los pasos volvían, más fuertes, más insistentes.
Una madrugada, no aguanté más, bajé las escaleras con una linterna y un palo en la mano. El aire del subsuelo era denso, cargado de polvo y olor a óxido.
El portón estaba cerrado con una cadena vieja, pero los pasos venían desde adentro.
Claramente.
Golpeé el metal.
—¡Quién está ahí! —grité.
Silencio.
Y luego, un golpe seco desde el otro lado, tan fuerte que hizo vibrar la puerta.
A la mañana siguiente, encontré la cadena rota.
El candado yacía en el suelo, abierto.
No recuerdo haber dormido, ni cómo volví a mi cama.
Solo sé que, desde entonces, los pasos no vienen del subsuelo.
Ahora los escucho dentro de mi habitación.
Caminan alrededor de mi cama, arrastran algo pesado, respiran cerca de mi oído.
Cuando abro los ojos, no hay nadie.
Pero el aire vibra, como si una presencia invisible se moviera frente a mí.
Una tarde decidí hablar con los otros inquilinos.
Nadie quería hacerlo.
Solo un viejo, el del cuarto 5, me dijo entre dientes:
—El que baja, no sube. Desde el 59 que se oye al mismo hombre. Se llamaba Ernesto, murió cuando el techo del sótano se vino abajo.
Volví a mi cuarto helado. Esa noche, Ernesto caminó otra vez, podía sentir el suelo hundirse con cada paso.
La bombilla parpadeaba, y en el reflejo de la ventana creí ver su silueta: alta, oscura, encorvada.
Parecía mirarme.
Los días siguientes se desdibujaron.
No sé si dormía o deliraba.
Las paredes parecían respirar.
A veces el suelo se movía bajo mis pies.
Y una noche, cuando el reloj marcó las tres y cuarto, la puerta se abrió sola.
Los pasos subieron, uno por uno, hasta detenerse detrás de mí.
No me atreví a girar.
El aire olía a tierra mojada y metal.
Y en mi oído, una voz dijo:
—Ahora te toca a vos.
Desperté tirado en el suelo, con la linterna encendida y las manos cubiertas de tierra.
La puerta del subsuelo estaba abierta.
Dentro, se veía una escalera que descendía hacia la oscuridad.
Por un momento creí ver una figura moviéndose abajo, como si me hiciera señas para que bajara.
No lo hice.
Me fui esa misma mañana.
Pero desde entonces, cada vez que paso por San Telmo y escucho un ruido bajo mis pies, siento que los pasos me siguen.
Que Ernesto todavía anda buscando compañía.