Me llamo Valeria y alquilé un departamento antiguo en el centro de Buenos Aires, en un edificio de los años 70. Era pequeño, con techos altos, pisos de parquet y una sola habitación principal, pero lo que más me llamó la atención fue la pared vacía, donde parecía que alguna vez hubo un espejo que alguien había retirado. Desde la primera noche, noté que algo no estaba bien. Sentía que los rincones me observaban, que los objetos cambiaban de lugar y que el silencio estaba lleno de murmullos apenas audibles. Al principio pensé que era el cansancio acumulado, pero la sensación de ser vigilada no desaparecía, y cada vez que miraba hacia la pared vacía, sentía un frío que se infiltraba por mi espalda.
Durante las primeras noches, escuchaba pasos leves fuera de la habitación, aunque no había vecinos en el edificio y las puertas estaban cerradas. A veces el sonido de arrastrar muebles retumbaba en el piso superior, aunque el apartamento de arriba estaba deshabitado hacía años. La paranoia comenzó a crecer: cada vez que encendía la luz, sentía que una sombra se movía en la periferia de mi visión; cada vez que cerraba los ojos para dormir, escuchaba susurros que parecían repetir mi nombre. Intenté ignorarlo, pero la sensación de no estar sola era abrumadora.
Una madrugada, mientras revisaba la cocina, sentí un frío intenso detrás de mí. Me giré, pero no había nadie. Sin embargo, la pared vacía parecía vibrar ligeramente, como si algo presionara desde el otro lado. Los susurros se intensificaron, y la voz era clara esta vez: un murmullo femenino que decía: "No mires, no te muevas...". Cada palabra resonaba en mi mente, y un escalofrío recorrió mi columna. Intenté encender la radio para distraerme, pero solo emitía estática, y entre el ruido creí escuchar un lamento.
Esa misma noche, la paranoia me llevó a investigar. Toqué la pared donde debía estar el espejo y sentí algo frío detrás de ella, como un vidrio helado que no debería existir. Golpeé suavemente, y los susurros respondieron con un grito ahogado que me hizo retroceder. La luz de la linterna tembló y, por un instante, creí ver una figura reflejada en la pared vacía: una mujer alta, de cabello largo y oscuro, con un rostro que no podía distinguir, solo sombras profundas donde deberían estar los ojos. Parpadeé y desapareció, dejando solo el eco de mi respiración y un olor a humedad mezclado con metal oxidado.
Desde entonces, las noches se volvieron insoportables. Cada objeto de la habitación parecía moverse por sí mismo. Las cortinas se agitaban aunque no hubiera viento, los cajones se abrían lentamente, y la temperatura descendía varios grados en segundos. La presencia era constante; podía sentirla observándome, respirando junto a mí, invisible pero real. La paranoia se convirtió en obsesión: cada ruido me hacía saltar, cada sombra me seguía con la mirada, y la sensación de no poder escapar de esa habitación se intensificaba con cada amanecer.
Una madrugada, escuché el crujido de pasos detrás de la pared vacía. Me acerqué temblando y toqué la superficie, sentí un contacto húmedo y frío, como si dedos invisibles se cerraran alrededor de mi muñeca. Retrocedí, grité, pero nadie respondió. Los susurros se multiplicaron, formando palabras que no podía comprender, una mezcla de risa y llanto que me dejó paralizada. Intenté huir, correr hacia la puerta, pero el aire se volvió denso, como si la habitación misma me detuviera. Los muebles parecían presionarme, el piso temblaba ligeramente, y cada vez que miraba la pared vacía, creía ver más de esa figura oscura, acercándose lentamente.
Con el paso de los días, la presencia se volvió más audaz. No solo estaba detrás de la pared vacía: aparecía reflejada en el vidrio de las ventanas, en el borde metálico de la estufa, incluso en el brillo de los utensilios de cocina. Susurros constantes me atormentaban, llamándome por mi nombre, ordenándome quedarme, quedarme allí, con ella. Sentí que mi cordura se desgarraba, y la paranoia alcanzó un punto crítico: cualquier sombra parecía moverse con intención, cualquier sonido era un mensaje cifrado que solo yo podía escuchar.
Una noche, la figura se manifestó de manera más clara. Estaba detrás de la pared vacía, y por primera vez pude ver sus ojos: dos pozos negros, profundos, que absorbían la luz de la linterna. Intenté gritar, pero la voz se me cortó en la garganta. El aire se volvió frío y pesado, y los susurros se transformaron en un lamento continuo que parecía atravesar mi cabeza. Quise cerrar los ojos, pero sabía que eso solo aumentaría su influencia. Parpadeé y la figura desapareció de golpe, dejando un vacío que dolía, un silencio absoluto que era peor que el murmullo constante.
Desde esa noche, cada vez que entro a la habitación, siento que me observa, que mide mis movimientos, que me espera. No hay forma de escapar de la sensación de que la figura acecha en cada sombra, que los susurros están siempre cerca, que la pared vacía guarda algo que no pertenece a este mundo. Intenté dormir con la luz encendida, con la radio, incluso con música alta, pero nada funciona: la presencia está ahí, constante, intangible, esperando el momento en que mi cordura se rompa por completo.
No sé cuánto tiempo podré soportar esto. A veces me parece escuchar su risa mezclada con mi respiración, y otras veces siento sus dedos invisibles rozando mi brazo. La habitación sin espejo se ha convertido en un lugar donde las sombras cobran vida y los susurros gobiernan la noche. Sé que nunca estaré sola aquí, que la presencia seguirá conmigo, acechando, esperando. Y cada vez que cierro los ojos, siento que se acerca un poco más, lista para atraparme en su mundo de sombras.