Relatos De Medianoche

28. PRESENCIAS EN LA OSCURIDAD

Al mudarme a un viejo edificio en las afueras de Buenos Aires, noté de inmediato que había habitaciones que parecían resistirse a la luz. La cocina, el pasillo y sobre todo la sala de estar permanecían en penumbra aun cuando las cortinas estaban corridas y el sol brillaba en el exterior. Los primeros días pensé que era solo humedad y ventanas mal selladas, pero pronto los ruidos comenzaron: pasos suaves, arrastrados, que parecían provenir de las paredes mismas; susurros apenas audibles que no pertenecían a ningún vecino ni a mi imaginación. Cada noche, la penumbra parecía más densa, más viva, como si algo se moviera dentro de ella.

Una madrugada, mientras revisaba el departamento, la sensación de ser observado se volvió insoportable. El aire se tornaba pesado, y cada sombra parecía desplazarse sutilmente cuando no la miraba. Una lámpara que estaba apagada se encendió sola durante unos segundos, iluminando un rincón donde no había muebles, y en ese instante creí ver una figura oscura que desapareció al parpadear. El corazón latía tan fuerte que el ruido de mi propia respiración llenaba la habitación.

Desde entonces, cada sonido cotidiano adquirió un peso sobrenatural. Las puertas crujían aun cuando estaban cerradas, los objetos se movían ligeramente, y los susurros se repetían, ahora con un patrón que parecía seguir mis movimientos. Escuchaba mi nombre en un murmullo profundo, mezclado con risas apagadas y lamentos lejanos, como si la penumbra misma quisiera atraparme. La paranoia se convirtió en obsesión: cada sombra, cada rincón oscuro, cada murmullo formaba parte de un patrón que no lograba descifrar.

Intenté iluminar las habitaciones por completo, pero la luz parecía perder fuerza en ciertos rincones, y esas áreas oscuras se volvían más densas, casi tangibles. Una noche, la sombra se manifestó con más claridad: era alta, indefinida, pero su presencia llenaba la habitación como si ocupase todo el espacio. Intenté retroceder, pero los pies parecían hundirse en el suelo; el aire se volvió gélido y cada respiración dolía. La figura permaneció inmóvil, observándome, y los susurros se convirtieron en órdenes: "No salgas, quédate para siempre..."

Desde ese momento, no hay tranquilidad. Los sonidos de la noche están impregnados de intencionalidad, como si algo invisible recorriera cada habitación siguiendo mis pasos. Las sombras se concentran en los rincones donde la luz no llega, y cuando intento concentrarme en tareas cotidianas, los murmullos me distraen, me llaman, me recuerdan que no estoy sola. Cada vez que me acerco a los lugares más oscuros, el aire parece presionarme, los muebles crujen con más intensidad y las paredes susurran palabras incomprensibles.

A veces, al mirar por las ventanas, veo que el exterior permanece normal, pero dentro del departamento todo ha cambiado. La luz se resiste a entrar, los objetos se alteran de posición y la penumbra se condensa en formas apenas perceptibles, como figuras que se desplazan lentamente entre los muebles y las paredes. Cada noche es un desafío: caminar por la sala, subir las escaleras, entrar a la cocina; cada paso genera un eco que no es mío, un sonido que responde a la presencia que habita el lugar.

No hay forma de escapar de la sensación de ser vigilado. Cada sombra, cada rincón oscuro, cada murmullo forma parte de un patrón que no logro descifrar. Los susurros ahora me acompañan incluso durante el día, persistentes, insistentes, recordándome que la oscuridad está siempre cerca, que la presencia no se va a ir. He intentado ignorarla, huir de la habitación más oscura, encender luces, cerrar cortinas, pero nada detiene la sensación de que algo me observa, que algo invisible se mueve a mi alrededor.

A veces, mientras me recuesto, siento un peso sobre el pecho, una presión que no pertenece a este mundo. Las sombras se alargan, los susurros se intensifican y una sensación de inevitabilidad me invade: la penumbra es algo vivo, consciente, y he entrado en su dominio. Cada intento de razonar se desvanece ante la evidencia de que la luz no puede entrar, y que la oscuridad que habita el departamento está esperando, paciente, silenciosa, segura de que nunca podré abandonarla.

Cada noche se repite el mismo ritual: los pasos suaves, los crujidos de muebles que no toco, los murmullos que llenan la habitación, y la sombra que aparece, que me observa, que espera. El aire parece vibrar con su presencia, y aunque intento razonar, sé que estoy atrapada en un lugar donde la luz no llega, donde las sombras tienen vida propia y donde los susurros nunca cesarán.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.