Relatos De Medianoche

30. EL PASILLO QUE NO TERMINA

No sé cuándo empezó exactamente. Tal vez la primera noche que llegué al nuevo edificio, o quizás cuando decidí abrir esa puerta que daba al pasillo trasero. Me mudé hace apenas tres semanas, buscando tranquilidad, un cambio después del divorcio. El departamento era pequeño, algo antiguo, pero tenía una vista hermosa al río y un silencio que, en aquel momento, me pareció necesario.

La primera semana fue normal. Trabajaba desde casa, salía a correr por las mañanas, cocinaba de noche, pero todo cambió el día que escuché los pasos. Venían del pasillo que separaba mi puerta principal de las escaleras de servicio. Eran pasos lentos, arrastrados, como si alguien caminara descalzo sobre el piso de cerámica. Lo más extraño era que los oía solo a partir de las tres de la mañana, siempre a la misma hora, y siempre acompañados de un leve murmullo, casi como si alguien hablara en voz baja.

La primera vez abrí la puerta, convencido de que algún vecino había salido a fumar. Pero el pasillo estaba vacío. Las luces parpadeaban, y el aire tenía un olor húmedo, rancio, como si nadie hubiera pasado por allí en años. Caminé unos metros, miré hacia el extremo y sentí algo raro: el pasillo parecía más largo de lo que recordaba. Al día siguiente, cuando bajé de día, era mucho más corto, terminaba a pocos metros, justo en una puerta metálica que daba al depósito de limpieza.

Esa noche los pasos regresaron. Y también la voz.

Esta vez no eran murmullos. Escuché claramente que alguien decía mi nombre.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Me asomé nuevamente, pero el pasillo estaba vacío. Solo esa oscuridad gris verdosa, iluminada por una luz que parpadeaba como si respirara. Cerré la puerta de golpe y puse el pestillo, aunque seguí oyendo los pasos del otro lado. Uno, dos, tres… hasta que se detuvieron justo frente a mi puerta.

Dormí con el corazón latiendo como un martillo y una silla trabando el picaporte.

Durante los días siguientes traté de convencerme de que todo tenía una explicación lógica: tuberías, vecinos, vibraciones del edificio viejo. Pero cada noche, a las 3:00, los pasos regresaban. Y cada vez, el pasillo se extendía más. Podía verlo desde la rendija de la puerta: metros y metros de baldosas que antes no existían, con puertas viejas alineadas en ambos lados, todas cerradas. Algunas tenían números, otras no. A veces creía ver algo moverse entre las sombras del fondo, una figura alta, inmóvil, que desaparecía cuando parpadeaba.

No podía más. Una madrugada decidí recorrerlo entero.

Tomé una linterna, abrí la puerta con la respiración contenida y di el primer paso. Las luces del pasillo chispearon, y por un segundo juré que escuché una risa muy tenue, femenina, venir desde el fondo. Avancé despacio. El piso estaba helado, y el aire se volvía más espeso con cada paso. Las puertas a los costados parecían más antiguas, con cerraduras oxidadas y manijas que temblaban solas.

Conté los metros mentalmente. Cincuenta… setenta… cien… y el pasillo seguía. Detrás de mí, la puerta de mi departamento parecía alejarse, como si retrocediera lentamente. Comencé a sentir un zumbido en los oídos, un sonido grave, constante, como si algo respirara cerca de mi cabeza. Apunté la linterna hacia adelante, y en el reflejo vi algo moverse.

Era una sombra.

Alta, delgada, caminando hacia mí con movimientos lentos, desarticulados. No tenía rostro, solo una mancha oscura que se contorsionaba. Corrí. Corrí sin mirar atrás, pero el pasillo no terminaba. Cada vez que alcanzaba una esquina, aparecía otra más adelante. El eco de mis pasos se mezclaba con el de esa cosa que me seguía. Sentí que la linterna comenzaba a fallar, la luz parpadeaba. Y entonces, la oí reír. Una risa grave, distorsionada, muy cerca de mi oído.

Tropecé y caí al suelo. Cuando miré hacia atrás, la sombra estaba a solo unos metros. No tenía rostro, pero sí una forma definida: brazos largos, piernas flacas, un cuello torcido. Parecía extender una mano hacia mí.

No recuerdo cómo volví. Solo sé que desperté al amanecer, tirado frente a la puerta de mi departamento. La linterna rota a mi lado. El pasillo, corto otra vez, con su puerta metálica al final. Todo parecía normal, como si nada hubiera ocurrido. Pero en el suelo había marcas: huellas húmedas, descalzas, que se alejaban de mí hacia el depósito.

Desde entonces no duermo bien. El pasillo ha vuelto a alargarse por las noches, aunque ahora no necesito abrir la puerta para saberlo. A veces oigo pasos dentro del departamento, respiraciones que no son mías. Las luces se apagan solas, los relojes se detienen a las 3:00 y la risa… esa risa sigue sonando, a veces detrás de la pared, a veces justo al lado de mi cama.

No he vuelto a intentar recorrerlo, pero cada noche me asomo por la mirilla. Y sé que sigue ahí: la sombra del fondo, quieta, esperando. No sé qué quiere, ni por qué eligió este lugar, pero cada vez la siento más cerca.

Anoche, cuando abrí los ojos, estaba al pie de mi cama.

Y lo peor no fue verla.

Lo peor fue reconocer mi propia silueta en su forma.




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