Relatos De Medianoche

31. LA VOZ DEL POZO

Siempre creí que los pueblos pequeños guardaban más silencio que secretos. Pero en San Serafín, un pueblo perdido en el interior de Buenos Aires, el silencio tenía forma. Era denso, pesado, y venía desde el fondo del pozo que estaba detrás de la vieja casa que heredé de mi abuelo.

Llegué a mediados de octubre del ‘78. El gobierno había cerrado varios caminos rurales por las lluvias, y la casa estaba prácticamente aislada. Venía con la intención de venderla, pero al verla, entendí por qué nadie se había atrevido a hacerlo antes. Era enorme, de techos altos y paredes que se descascaraban con solo rozarlas. El aire olía a humedad y tierra vieja.

El pozo estaba en el patio trasero. Tenía una tapa de hierro oxidado y unas sogas rotas colgando de un costado. Me acuerdo que mi abuelo solía decirme que nunca lo abriera, que el agua estaba maldita. De chico lo tomaba como una advertencia de adulto, pero ahora, parado frente a él, juraría que algo dentro me observaba.

La primera noche, mientras desarmaba algunas cajas, lo escuché por primera vez.

Una voz.

Baja, áspera, como si viniera desde muy lejos. Al principio pensé que era el viento metiéndose por las rendijas, pero no: la voz murmuraba mi nombre.

—Luciano…

Solté la linterna y salí al patio. El aire estaba helado, la luna llena iluminaba apenas el contorno del pozo. Me quedé inmóvil, tratando de convencerme de que era mi imaginación. Pero la voz volvió, más clara.

—Luciano… ayudame.

Se me heló la sangre. Me acerqué un poco, con la respiración temblando. No había viento, no había grillos, nada. Solo esa voz húmeda que resonaba en el aire.

Esa noche no dormí. Al amanecer, busqué linternas y una cuerda, decidido a comprobar si había alguien atrapado ahí dentro. Quité la tapa del pozo. El metal chirrió con un sonido seco que me atravesó el pecho. La oscuridad parecía moverse, viva. Grité varias veces, pero nadie respondió. Solo un eco suave, como si alguien repitiera mis palabras desde muy lejos.

A mitad de la tarde, un vecino, don Ernesto, se acercó al verme trabajar. Era un hombre mayor, de barba blanca y mirada apagada. Cuando le conté lo que había oído, me miró fijo y me dijo:

—Ese pozo no tiene fondo, m’hijo. Desde que tengo memoria, nadie se le acerca. Dicen que ahí tiraron cosas… y gente… durante los años más feos.

No le pregunté más. Pero sus palabras me persiguieron el resto del día.

Esa noche, la voz volvió. No pedía ayuda esta vez. Reía.

Una risa húmeda, ronca, que hacía vibrar las paredes. Fui al patio con la linterna y apunté hacia el pozo. En la oscuridad, el agua se movía, aunque no soplaba ni una brisa. Algo flotaba. Un pedazo de tela, o al menos eso creí hasta que vi un rostro reflejarse en la superficie.

No era el mío.

Retrocedí tan rápido que tropecé con una raíz. Caí de espaldas, la linterna rodó lejos, y cuando la luz apuntó hacia el pozo, lo vi. Algo se asomaba. Una mano, pálida, de dedos largos, que apenas tocaba el borde.

Corrí adentro, cerré todas las puertas y pasé la noche sentado contra la pared. Al amanecer, salí con cuidado. La tapa del pozo estaba de nuevo en su lugar, aunque yo no la había tocado.

Los días siguientes fueron una tortura. La voz comenzó a hablarme en sueños. Me llamaba desde el fondo, me decía que bajara, que el agua no dolía, que ahí encontraría respuestas. A veces despertaba con las manos mojadas, y el suelo del dormitorio lleno de huellas húmedas.

Intenté irme del pueblo. Tomé mi coche, pero al llegar al primer cruce, el motor murió. Caminé hasta la comisaría, pero el edificio estaba vacío. Las calles, también. San Serafín parecía abandonado. Y al caer la noche, la voz volvió, esta vez más fuerte, multiplicada, como si fueran muchas.

—Luciano… quedate…

Al regresar, encontré marcas de barro que iban desde el pozo hasta la puerta trasera. Huellas descalzas, pequeñas. Y el aire dentro de la casa olía a tierra mojada.

Decidí cerrar todo con cadenas. La noche siguiente, escuché golpes bajo el suelo, justo debajo de donde dormía. Golpes rítmicos, insistentes, como si alguien cavara desde abajo. Grité que se detuvieran, pero los golpes siguieron, hasta que sentí que el piso se hundía lentamente.

Corrí hacia el patio y vi que el pozo hervía, literalmente. El agua subía en burbujas espesas y un vapor oscuro cubría el aire. De pronto, la tapa saltó por los aires, y algo emergió.

Era una figura humana. Pálida, sin ojos, el rostro hinchado por el agua. Me miraba, o al menos lo intentaba. Abrió la boca, y de ella brotó un sonido espantoso, un grito que no parecía humano. Retrocedí, tropecé contra la pared, y cuando levanté la vista, ya no estaba. Solo el pozo, abierto, y el silencio absoluto.

Desde entonces, cada noche escucho el agua moverse. A veces, cuando me asomo por la ventana, creo ver siluetas caminando alrededor del pozo, como si esperaran algo.

Ya no intento taparlo. A veces pienso que si lo hago, se enojan.

Hace dos días encontré algo en el borde: una foto vieja, sepia, de mi abuelo… y de mí. Pero yo era un bebé, y en la imagen había algo más: una sombra detrás de nosotros, de pie, justo al lado del pozo.

Anoche, mientras trataba de dormir, la voz volvió. Pero esta vez no venía de afuera.

Venía desde debajo de la cama.

Y sonaba igual que la mía.




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