Nunca me gustaron las estaciones de tren. Tienen algo triste, un eco que se queda pegado en los huesos. Tal vez sea por las despedidas, o por la forma en que el viento silba entre los rieles vacíos cuando todo se apaga.
Pero esa noche, algo era distinto.
Eran casi las dos de la madrugada, y yo esperaba el último tren hacia Buenos Aires. El servicio nocturno había sido suspendido hacía años, pero según el viejo horario que encontré en la boletería, ese día harían una excepción.
El andén estaba vacío, salvo por un banco de madera carcomido y una lámpara amarilla que parpadeaba. A lo lejos, la niebla cubría los árboles, y el viento arrastraba hojas secas por los rieles.
Fue entonces cuando la vi.
Estaba parada al otro extremo del andén, de espaldas. Llevaba un vestido blanco, largo, moviéndose apenas con la brisa. Su cabello oscuro le caía por los hombros, y lo primero que pensé fue que debía tener frío. Caminé unos pasos, pero algo en su inmovilidad me detuvo. No se movía ni un centímetro.
—¿Está bien? —pregunté.
No respondió.
Avancé un poco más. Cuando estuve a unos diez metros, noté que el suelo alrededor de ella estaba húmedo. No llovía desde hacía días. El aire olía a óxido y sal. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—¿Se perdió? —insistí.
Entonces giró la cabeza.
No de golpe, sino lentamente, como si el cuello no tuviera huesos. Su rostro estaba cubierto de sombra, pero pude distinguir una sonrisa leve, extraña, demasiado tensa. Dio un paso hacia mí, y escuché un crujido, como si el suelo se abriera bajo sus pies.
Me quedé paralizado. La lámpara parpadeó y, por un instante, desapareció. Todo se volvió oscuridad. Cuando volvió la luz, ella estaba más cerca. Pude ver su rostro. Era pálido, casi translúcido, con ojos hundidos y una expresión imposible de leer.
—¿A dónde va? —me preguntó, con una voz seca, antigua.
Tragué saliva.
—A la ciudad… el tren pasa a las dos, ¿no?
Ella sonrió.
—Sí. Pero no todos pueden tomarlo.
Me quedé mirándola, sin saber qué responder. El reloj del andén marcaba las 2:10. No se oía nada, ni un tren, ni un motor, solo el viento soplando entre los durmientes viejos. Entonces, algo silbó a lo lejos. El sonido de una locomotora.
Las vías comenzaron a vibrar. Una luz blanca emergió entre la niebla, y el tren se acercó lentamente. Era antiguo, de los que ya no circulan desde los cincuenta: vagones de madera, ventanillas rotas, y un humo espeso que olía a carbón húmedo.
Ella dio un paso adelante.
—Es el suyo —dijo.
Yo retrocedí, desconcertado.
—¿Y usted?
—Yo siempre estoy aquí.
El tren se detuvo con un gemido de metal. Una puerta se abrió sola, y dentro solo había oscuridad. La mujer me miró fijamente, y en sus ojos vi algo que no sé describir. Una mezcla de tristeza y vacío, como si esperara que yo entendiera algo que no podía poner en palabras.
El silbido volvió a sonar. Detrás de mí, el reloj marcó las 2:33. La lámpara chispeó una vez más y se apagó del todo. Cuando volvió a encenderse, la mujer ya no estaba.
Solo el banco vacío y el vapor del tren disolviéndose en el aire.
Corrí hacia el borde del andén, gritando su nombre sin saber por qué. Pero no había nadie. Ni tren, ni vías. Solo la neblina.
Miré hacia el suelo: donde ella había estado parada, quedaban marcas húmedas de pies descalzos.
Me marché tambaleando, intentando convencerme de que había alucinado. Pero cuando llegué al pueblo, el encargado del bar me miró raro al contarle.
—¿Una mujer vestida de blanco? —preguntó, bajando la voz—. Eso no puede ser, muchacho. Esa estación está cerrada desde el ‘63. La demolieron después del accidente.
—¿Accidente?
—Un tren que nunca debió pasar. Descarriló a las dos y treinta y tres. Murieron todos. Dicen que a veces se escucha el silbato, o se ve a una mujer esperándolo.
Me quedé helado. Le mostré el reloj: las agujas seguían fijas en las 2:33. Intenté moverlas, pero no giraban.
Esa noche dormí poco. Cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro, y oía el chirrido de los rieles.
A la noche siguiente volví a la estación. No sé por qué. El lugar seguía vacío, solo ruinas. Pero el aire olía igual, a óxido y sal. En el suelo, justo donde ella había estado, había una flor blanca, empapada.
Y cuando me agaché a tocarla, escuché el silbido del tren detrás de mí.
No había vías, pero el sonido se acercaba.
Y entre el humo, ella volvió a aparecer, sonriendo, tendiéndome la mano.