Relatos De Medianoche

33. LA VENTANA DEL TERCER PISO

Nunca me gustaron los edificios viejos. Tienen una forma de respirar distinta, como si las paredes todavía conservaran los suspiros de quienes vivieron allí antes. Pero en 1983, no tenía muchas opciones. Me había separado, el dinero escaseaba, y aquel departamento en la calle Billinghurst era lo único que podía pagar. Tres ambientes, techos altos, parquet que crujía como huesos viejos, y una vista hacia un patio interno donde, según la dueña, “no pasaba nunca nada”.

El día que firmé el contrato, la mujer que me lo alquiló, una señora de unos setenta años, insistió en mostrarme cada rincón del lugar. Todo estaba en penumbras, las lámparas apenas alumbraban un tono amarillento. Me hizo notar que las persianas del tercer piso del edificio de enfrente estaban siempre cerradas.

—Nadie vive ahí —me dijo sin que yo le preguntara—. Hace años que está vacío. Pero no mire mucho tiempo esa ventana, señorita… no vaya a ser que le devuelvan la mirada.

Sonrió, aunque no parecía una broma.

La primera noche no dormí. Entre el murmullo del ascensor antiguo y el viento que silbaba por los postigos, el silencio se volvía casi insoportable. A eso de las tres y media, el timbre del teléfono sonó una vez. Solo una.

Me quedé helada.

Levanté el tubo, pero no había nadie. Silencio. Corté.

Intenté convencerme de que sería una interferencia, una de esas llamadas cruzadas tan comunes de la época. Pero, mientras dejaba el auricular, un reflejo en la ventana del comedor me obligó a mirar hacia afuera.

Del otro lado del patio interno, las persianas del tercer piso estaban entreabiertas. Muy poco, pero lo suficiente para notar que había una luz tenue encendida.

Pensé en lo que había dicho la dueña. “No mire mucho tiempo esa ventana”.

Y, sin embargo, no pude dejar de hacerlo.

Los días siguientes fueron tranquilos. Volví al trabajo en el archivo municipal y traté de acostumbrarme al nuevo barrio. Cada mañana, al salir, echaba un vistazo al edificio de enfrente. Las persianas seguían cerradas. Pero por las noches… siempre, sin excepción, una luz se filtraba desde esa ventana maldita.

Una madrugada, decidí asomarme con más atención. El reloj marcaba las 3:17. Había estado leyendo hasta tarde, y justo cuando apagué la lámpara, algo se movió allá arriba. Un parpadeo. Una sombra que cruzó frente a la ventana.

Di un paso atrás.

La cortina de mi comedor se agitó sin que hubiera corriente. Me quedé quieta, escuchando.

Nada. Solo el tic-tac del reloj.

Esa noche soñé que alguien tocaba la puerta. Al abrir, no había nadie, solo el sonido lejano de un piano desafinado.

A mediados de agosto comenzaron los ruidos. Al principio creí que eran las cañerías o algún vecino insomne, pero las vibraciones parecían venir de las paredes mismas. Golpes sordos, como si alguien golpeara desde dentro.

Una madrugada, cansada del insomnio, apoyé la oreja contra la pared del dormitorio.

Un susurro.

Apenas un hilo de voz, pero lo entendí claramente:

—No mires la ventana…

Me aparté de un salto. Sentí que la sangre me golpeaba en los oídos. Encendí la luz. El reloj marcaba exactamente 3:33.

Desde entonces, algo en mí empezó a cambiar. Iba al trabajo con la sensación de no haber dormido, de arrastrar una pesadilla a cuestas. A veces, cuando pasaba frente a los espejos del pasillo, juraría ver una figura borrosa detrás de mí. Una silueta quieta, inmóvil.

Intenté contarle a mi compañera Marta, pero solo rió nerviosa.

—Estás viviendo sola por primera vez, es normal que te sugestionés.

Pero yo sabía que no era solo eso. Había algo en ese edificio. Algo que me observaba.

Una noche de tormenta, el ascensor se trabó entre pisos. Tuve que subir por la escalera, iluminándome con un encendedor. Al llegar al tercer piso, noté que una de las puertas —justo enfrente de la mía— estaba abierta.

Me asomé.

Era un departamento vacío. O al menos eso parecía.

La luz de los relámpagos dejaba ver un pasillo largo y una pared al fondo… y, en esa pared, una ventana idéntica a la mía.

Solo que allí no había persianas.

Avancé un paso, con el corazón golpeando en el pecho. El piso crujió.

Al mirar hacia afuera, me encontré cara a cara con mi propio edificio.

Y allí, en la ventana del comedor de mi departamento, había una figura.

Una silueta femenina, quieta, mirándome.

Di un grito, retrocedí torpemente y caí al suelo. Cuando volví a mirar, la figura ya no estaba.

Salí corriendo escaleras abajo, sin cerrar la puerta.

Pasé la noche en casa de Marta. Al día siguiente, cuando regresé acompañada por ella y el portero, la puerta del departamento del tercer piso estaba cerrada con llave.

—No hay nadie que viva acá —aseguró el hombre, revisando su libreta—. Este piso está desocupado desde hace más de diez años.

Marta me miró con el ceño fruncido.

—Entonces, ¿quién encendió la luz? —pregunté.

El portero negó con la cabeza.

—No hay suministro en ese piso, señorita. Los cables están cortados.

Me quedé sin palabras.

Esa noche, a pesar del miedo, intenté dormir en mi cama. Cerré las persianas, corrí las cortinas, me aseguré de no dejar ni una rendija. Pero a las tres y media, el teléfono volvió a sonar. Una sola vez.

Esta vez no lo atendí.

Solo me senté en la oscuridad, temblando.

Y entonces escuché el golpe.

Tac.

Venía de la ventana.

Me acerqué lentamente. Afuera, el edificio de enfrente parecía dormido. Sin embargo, en el tercer piso, las persianas volvieron a moverse. Una mano pálida emergió entre las rendijas, como si quisiera alcanzarme.

Retrocedí, tropecé con la mesa y caí al suelo. El reloj volvió a marcar las 3:33.

Y de pronto, el teléfono sonó otra vez.

Esta vez, atendí.

—Te dije que no miraras… —susurró una voz idéntica a la mía.

El tubo cayó de mis manos. Las luces del departamento parpadearon una, dos, tres veces. Luego se apagaron.




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