Nunca me gustó viajar de noche, pero aquel jueves no tenía opción. El único tren que salía hacia Rosario era el de las 2:19 de la madrugada. Había llovido todo el día, y el andén de Retiro estaba casi vacío, envuelto en una bruma espesa que difuminaba las luces amarillas del techo.
A esa hora, el aire olía a hierro y humedad. Las voces retumbaban en los altavoces, distorsionadas, como si vinieran de otra época.
Caminé con mi bolso al hombro, buscando el vagón asignado. No veía a nadie, salvo un guardia que dormitaba en un banco y un vendedor que recogía termos vacíos. El tren parecía muerto, largo y oscuro, con las ventanas empañadas por la lluvia.
Subí.
El interior olía a madera vieja y a querosén. Los asientos de cuero estaban gastados, con marcas de años de viajes. Me acomodé junto a la ventana, cerca del medio del vagón. No había nadie más. Solo el sonido del viento colándose por las rendijas.
A las 2:17, el tren se estremeció con un silbido largo. A las 2:19, partió.
El movimiento me arrulló un instante, y casi agradecí el silencio.
Llevaba conmigo una caja pequeña. Era de mi abuela, que había muerto una semana antes. Dentro había cartas, fotografías y un rosario que debía entregar a mi tía. No parecía gran cosa, pero sentía que pesaba más de lo que debía. Como si contuviera algo más que recuerdos.
El tren avanzaba entre sacudidas. La ciudad se desdibujaba detrás de los vidrios mojados. Pensé que era extraño que no hubiera más pasajeros, ni siquiera el revisor. Encendí un cigarrillo, pero la brasa apenas iluminaba el asiento frente a mí.
Entonces la vi.
Una mujer, sentada a tres filas de distancia. No recordaba haberla visto subir. Vestía de negro, con un abrigo largo y un velo fino que le cubría parte del rostro. Miraba hacia la ventana, inmóvil.
No sé por qué, pero tuve la certeza de que estaba observando algo afuera.
El tren seguía ganando velocidad. Los postes pasaban como agujas encendidas en la oscuridad. Intenté distraerme leyendo el diario, pero cada tanto levantaba la vista y la veía ahí, sin moverse, con el cuerpo rígido, los hombros hundidos hacia adelante.
En un momento me pareció que sus labios se movían, muy despacio, como si murmurara algo.
No escuché nada, pero el aire del vagón se volvió más frío.
A la hora siguiente, el tren se detuvo en una estación intermedia. No recuerdo el nombre; el cartel estaba medio borrado. Miré por la ventanilla y vi a un hombre parado en el andén. Llevaba un sombrero oscuro y un abrigo largo. Me pareció que levantaba la cabeza hacia mí, aunque no podía ver su rostro.
El reloj marcaba 3:03 cuando volvió a sonar el silbato. Nadie subió. Nadie bajó.
Cuando el tren arrancó, la mujer del abrigo negro ya no estaba.
Miré los pasillos: vacíos. Las puertas entre vagones estaban cerradas.
Me quedé escuchando, tratando de oír sus pasos, algún ruido, pero lo único que sentí fue el golpeteo rítmico de las ruedas.
Tac-tac. Tac-tac.
Y algo más… una respiración lenta, que no era la mía.
Giré. En el reflejo de la ventana, juraría haber visto a alguien de pie detrás de mí.
Pero cuando me di vuelta, el asiento estaba vacío.
Empecé a sentirme mareado. Tal vez por el sueño o la ansiedad, pero las luces del vagón parpadeaban, como si el tren atravesara una corriente eléctrica intermitente.
Fue entonces cuando vi que, sobre el asiento de enfrente, había algo.
Una fotografía.
La tomé. Era una Polaroid vieja. Mostraba el interior del tren. Mi mismo vagón.
Y yo, sentado junto a la ventana.
Detrás de mí, la mujer del abrigo negro.
Se me heló la sangre. Miré hacia atrás otra vez.
Nada.
Guardé la foto en el bolsillo y caminé hasta el siguiente vagón. Pero la puerta estaba trabada. Golpeé con fuerza. Nadie respondió.
Regresé al asiento, intentando convencerme de que era una broma, o una confusión. Pero entonces lo noté: la caja de mi abuela estaba abierta.
Y sobre el asiento, junto al rosario, había otra fotografía.
Esta vez, la mujer estaba sentada frente a mí, sin velo. Tenía los ojos cerrados y la piel cenicienta.
A las 3:33, el tren silbó nuevamente.
Y entonces ella volvió.
Sentada justo frente a mí, con el rostro pálido y los ojos abiertos. No sabría decir cuándo apareció, pero estaba allí.
No respiraba.
—¿Está todo bien? —pregunté, apenas un hilo de voz.
No respondió. Pero levantó lentamente una mano y la apoyó sobre la caja.
El rosario comenzó a moverse solo, como si una corriente invisible lo arrastrara. Las cuentas tintineaban entre sí.
—Es de ella… —susurró la mujer.
—¿Quién? —pregunté.
Levantó la mirada. Sus ojos eran opacos, como los de una muñeca vieja.
—De la que no debía subir.
Antes de que pudiera decir algo más, un golpe sacudió el tren. Todo se apagó.
Oscuridad total. Solo el sonido de las ruedas sobre los rieles.
Intenté encender mi encendedor, pero una mano fría me sujetó la muñeca.
No la veía, pero la sentía ahí, frente a mí.
—Tenés que bajarte —dijo la voz, más cerca ahora, como si hablara desde dentro de mi cabeza.
—¿Dónde? —balbuceé.
—En la próxima… —susurró— si querés seguir siendo vos.
El tren se detuvo unos minutos después. No había estación visible. Solo campo oscuro, con una bruma espesa cubriendo todo. Las luces volvieron a encenderse intermitentes. Miré a mi alrededor. La mujer había desaparecido otra vez.
La puerta lateral estaba abierta.
Tomé la caja y bajé.
El aire estaba helado. No había ruidos, ni grillos, ni viento. Solo el eco del tren alejándose lentamente.
Me quedé parado en medio de la nada.
Intenté ubicarme, pero no reconocía el lugar. Ni caminos, ni casas. Solo un poste oxidado con un cartel torcido que decía “Km 81”.
Me di vuelta.
El tren ya no estaba.
Abrí la caja. Dentro, solo quedaba una fotografía más.