ESTE ES EL PRIMER RELATO QUE ESCRIBI, HACE YA ALGUNOS AÑOS. LA TECNICA LITERARIA AUN ES MUY AMBIGUA PERO EL MENSAJE QUE QUIERO TRANSMITIR ES UNO DE LOS MEJORES.
GRACIAS POR LEERLO
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A lo largo de la historia de la humanidad he escuchado muchas historias, sobre reyes, vagabundos, valientes héroes, crueles asesinos, y tantas otras, pero en cada una de ellas nunca falto una canción o incluso una leve melodía.
Déjame contarte una historia, una historia que no se produjo en un castillo atiborrado de lujos, ni en un pueblo encantado; donde los protagonistas no son valientes guerreros o princesas enamoradas. Mi intención no es darte bonitos sueños. Déjame contarte una historia sobre un chico corriente en una ciudad cualquiera y su vida cotidiana; porque los mejores cuentos lo tienes a la vuelta de la esquina…
Estuve presente el día en el que Alberto Salazar Tineo dio el primer llanto, lo vi crecer sin esperar mucho de él y en un pestañeo ya tenía dieciséis años. No tenía nada en especial y por momentos me aburría estar a su lado, pero como si unas cadenas invisibles me oprimieran seguía sus pasos de cerca. Literalmente estaba apresado a él.
Fue una tarde cualquiera, el cielo blancuzco de Lima cobijaba las abarrotadas y bulliciosas calles. Alberto caminaba pateando una lata abollada, pensaba como explicar a su madre el moretón que traía en el ojo, la excusa de golpearse con la puerta no funcionaría dos veces y si le contaba que Cristian le había pegado solo complicaría más las cosas. Fijándose únicamente en la lata, siguió avanzando.
Frustración, enojo, tristeza, ira, exprimió todas esas emociones y las transmitió en una fuerte patada. La esta choco contra una guitarra que reposaba en una pared y dejo una fea marca en su pulida madera. Con rápidas zancadas llego al lugar y con las manos sobre la cabeza esperaba la recriminación del dueño del instrumento. Pasaron cinco minutos, que luego se convirtieron en diez y después en quince, los adultos que pasaban eran indiferentes a la situación, la guitarra y el chico no eran más importantes que una mota de polvo sobre unas gafas.
Con la curiosidad latiéndole de los pies a la cabeza tomo la guitarra con miedo y comenzó a contemplarla de cerca. El negro azabache de su pulida madera brillaba aun con la falta de sol, sus cuerdas bien tensadas parecían un poco desgastadas y aunque Alberto no conocía mucho de guitarras, reconocía en el a un bello instrumento. La dio vuelta sobre sus manos y al instante sus ojos se centraron en la leve inscripción en tinta blanca.
Es normal para los músicos dejar gravado su nombre o seudónimo en su instrumento, es normal que si por cualquier motivo perdieran su herramienta de trabajo quisieran recuperarla. Pero nada en ese día era normal, mucho menos la inscripción que rezaba.
“la vida, es una canción, con notas agridulces”
Después de leer la inscripción un par de veces, inspecciono nuevamente la guitarra con cuidado. Nada, no encontró absolutamente nada aparte de la frase que jamás había oído
En ese extraño día ya había desobedecido dos de las tres reglas dadas por su madre. Con su aguda y estrepitosa voz le repetía, desde que Alberto era solo un niño:
Venir del colegio a casa sin distraerse, no traer nada a casa y mucho menos animales, y no hablar con extraños.
Como una oración sagrada se lo repetía cada mañana y a veces por las noches, después de la muerte de su padre, las reglas se tornaron más estrictas. Junto a la intrigante guitarra, descansaba en su cama tratando de no pensar en nada, sin embargo se agobiaba de ideas y recuerdos, daría lo que fuera por no pensar más en ellos.
El moretón del ojo izquierdo le dolía y ahora también le fastidiaba el dolor en la pierna izquierda producida al caerse cuando escalo la verja de su casa. Aprovechando la distracción de su madre que chismoseaba con la vecina por teléfono, se escabulló cojeando por el patio trasero y dejo la guitarra en su cuarto antes de encarar a su madre. Escucho cabizbajo todas las recriminaciones de su progenitora, sentía que los tímpanos le explotarían, pero espero hasta que ella se desahogara y lo mandara a su habitación castigado sin cenar.
Esa noche, Alberto, se quedó hasta tarde buscando información frente a la pantalla de su ordenador. Cayó del asiento cuando encontró la imagen de la guitarra y con rapidez retomo su posición, leyó con atención repitiendo en voz alta. Guitarra acústica Takamine, precio de ¡500 euros!, fabricación japonesa. Con las manos sobre la cabeza se quedó viendo la guitarra que reposaba en su cama. Busco también en google la extraña frase escrita en el contorno de esta, sin encontrar ni una pista. Lánguidamente se levantó de la silla y se tumbó en su cama, de reojo hecho una última mirada al instrumento antes de quedar dormido.