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Hoy es cuarto creciente.
La misma roca pulida por la brisa me recibe, robándome el calor por algunas horas. Es una noche fría, una noche oscura, una noche hermosa.
Algunos seres vagan por la orilla del mar, apenas nos sentimos y nos dejamos en paz, es la ventaja del mar, es tan grande que hay suficiente para todos, a diferencia del amor.
El sonido de una botella haciéndose añicos sobre las rocas espanta a las gaviotas y cangrejos, a lo lejos una figura tambaleante se acerca. Permanezco sentado e impasible cuando un hombre con la ropa andrajosa y algunos kilos de más camina a tropezones cerca de mí. En todo estos años he visto a millares de borrachos rondar por estos lugares, la mayoría son conciencias perdidas que buscan volver a casa pero primero abandonan sus pesares enterrándolas en la arena, sin embargo esté llama la atención por la foto que tiene entre los dedos, se detiene a momentos a contemplarla, luego da un rápido vistazo al mar, sonríe, sigue su camino.
Me recuerda a un amigo del colegio, lo llamaba Miguel en aquellos tiempos, incluso tiene la misma peca en el labio derecho. Dejo que sea un punto en el horizonte antes de ponerme de pie y seguirlo.
El sol tarda en salir esa madrugada, de apoco las sombras retroceden cuando el hombre se para frente a un local donde anuncian que venden flores, las puertas del negocio están cerradas pero no es un obstáculo para que Miguel a base de duros golpes logre despertar a la cacera del lugar. La molestia de la señora se calma al ver el fajo de billetes, rápidamente lo atiende con diligencia, la orden fue clara. “Quiere todas las rosas que tenga”
Los dos sebosos brazos apenas pueden cargar con tantas flores, parece que fueron fuertes hace tiempo atrás por los gruesos que son. Las personas que salen de madrugada con destino a su trabajo se detienen un momento a mirar como el hombre avanza tambaleante, este se detiene frente a ellos y les regala una rosa, sorprendidos las aceptan y una leve sonrisa se forman en sus labios, a los hombres les da una rosa, a las mujeres dos y a los vagabundos tres. Se gira intempestivamente acercándose a paso raudo hacia la esquina donde me escondo, traro de huir pero su enorme cuerpo tapa todas las salidas, toma una rosa entregándomela con un gesto impasible, lo acepto. Tan rápido como se acercó se fue. Una rosa negra apoya su tallo sobre mis dedos, sonrió al contemplar la bella flor.
El ramo queda reducido a una rosa roja escarlata, el guardián del cementerio cordialmente abre las puertas al primer visitante. Charlan por un rato, parecen ser buenos amigos o conocidos que se respetan, es fácil deducir que Miguel suele visitar con frecuencia ese lugar.
El aire se siente pesado, los cementerios son lugares que rechazan a los vivos y no dejan escapar a los muertos aun estos caminen. Con pasos ligeros me acurruco bajo un árbol desde donde puedo verlo frente a una tumba, esta arrodillado con los labios sonrientes aunque su tez desprende tristeza.
— Tú eras la que comía saludable y era buena con todos, ¿por qué te fuiste primero dejándome abandonado?
Saco la foto posándola sobre la cripta. En ella se muestran a una pareja abrasada y sonriente, el chico es alto y de buena contextura física, la chica es pequeña con un cuerpo frágil pero de agradables curvas. La peca en el labio del chico es la misma de Miguel, la transformación debió ser radical para que alguien pierda su juventud en tan poco tiempo. El dolor y la depresión de un corazón destrozado es la peor enfermedad, es imposible curar pacientes que no quieren ser tratados. Vemos a estas desdichadas personas a diario, lo más escalofriante es que siempre caminan sonrientes, fingiendo una felicidad ya perdida.
Miguel comienza a llorar mientras golpea la tumba despellejando sus nudillos.
— ya había comprado la casa que tanto te gustaba, todos los días pensaba en el nombre del hijo que llevabas en tu vientre. ¡Maldito destino! ¡Por qué no me llevas a mí también! ¡Yo debí tomar su lugar en aquel accidente!
Dio algunos pasos atrás mientras se tocaba el pecho y respiraba con dificultad. Las rodillas cedieron al igual que sus manos quedando en una extraña posición frente a la tumba de su amada.
— daría lo que fuera por volverte a ver.
El susurro llego a mi oído guiado por la brisa.
— pagaste con tu vida, un precio justo para cumplir cualquier deseo.
Dije, cerrando unos ojos sin vida.
Un corazón dañado no puede cumplir su labor fisiológica, era increíble como aquel órgano resistiese tanto tiempo, merecía descansar una eternidad.
De la camisa cayo una billetera. En su interior reposaban algunos billetes junto a un permiso de conducir. Otra vez no me equivocaba en el nombre.
Limpie del polvo la foto antes de guardarla en la billetera y depositarla en el bolsillo de la camisa de Miguel, junto a su corazón donde debía permanecer, el aún continuaba arrodillado, con un gesto de felicidad.