Felices hallowen, este relato es un poco crudo, es finalista en un concurso de cuentos de terror en mi universidad. solo para valientes. felices pesadillas.
El frio viento filtrado por los barrotes mordía los huesos de hombres sentados dentro de una mugrienta celda común. En la parte más oscura se encontraba un muchacho de no más veinte años, en cuclillas, apoyaba su joroba sobre la pared abrasando fuertemente sus rodillas; con los ojos cerrados murmuraba. “no vengas, por favor no vengas”
— levántate marica, ni que te hubiéramos pegado tan fuerte. Fue un regalo de bienvenida, por lo que escuche del tombo te caerán más de veinte años de cárcel y eso si tienes suerte, en la cárcel te darán palizas peores pero no debes preocuparte por que te violen con esa asquerosa joroba en la espalda no excitaras a los negros de ahí dentro; aunque esos si están desesperados se comen lo que sea. ¿Me estas escuchando?
— aléjate de mí, él está cerca. ¡ALEJATE!
Los gritos del chico atrajeron la atención de los demás reos, algunos rieron, ocasionando la ira del matón.
— Ahora si me caldeaste cabron. Tú te la buscaste.
Hilillos de sangre se esparcían por el suelo. El sonido del quebrar de sus huesos no lo aterrorizaron, fue los pasos que solo el podía escuchar a lo lejos. Pasos lentos y pesados.
De un empujón se deshizo de su agresor, arrastrándose hacia los barrotes, desde ahí comenzó a gritar: “¡Vete! Ellos no me hacían daño, ¡lárgate!”
Un elegante ente con una sonrisa de dientes impecablemente blancos lo contemplo por unos segundos antes de atravesar como neblina por los barrotes. El muchacho se quedó paralizado con los gritos atorados en la garganta sintiendo el fluir viscoso de un líquido rojizo sobre sus pies. Cerró los ojos y se tapó los oídos, los recuerdos se desparramaron como vidrios rotos insertándose en su alma.
Nazaret López Quispe había nacido un seis de junio de 1996, mismo día del fallecimiento de su madre, desarrollo una malformación en la columna por lo accidentado del parto, una marca que lo acompañaría de por vida pese a los muchos tratamientos. Su padre se hizo cargo de él repitiéndole diariamente que no lo culpaba por la muerte de su esposa sin embargo sus ojos reflejaban lo opuesto. Nazaret lo sabía muy bien.
El colegio se convirtió en su tormento, niños adiestrados en la normalidad se burlaban de su peculiar joroba jugándole bromas que aumentaban de intensidad con el transcurrir de los años. Tenía todo tipo de apodos siendo el más usado “jorobado de notre dam”, recibía golpizas por capricho, siendo encerrado en el asqueroso baño de la escuela por noches enteras.
Su vida se volvió una rutina, esconderse de los matones del colegio para pasar de camino a casa por una pensión donde se sentaba horas a charlar con la cocinera, una anciana sin hijos y con miles de historias sobre su vida pero que en ocasiones los sacaba de su imaginación. Al ocaso partía a su casa donde nadie lo esperaba ya que su padre trabajaba en proyectos de construcción fuera de la ciudad, se encerraba en su habitación donde estudiaba hasta el cansancio para luego perderse en el mundo de letras y fantasía de los libros.
El tiempo avanzo sin tropiezos hasta que Nazaret cumplió trece años. Termino el año escolar con honores pasando las vacaciones de viaje con su padre acompañándolo en unos trabajos de topografía por los cerros profundos de la sierra. Odiaba el mirar de la gente sobre su espalda, como si se tratara de la peor enfermedad del mundo, un bicho raro salido de un basurero, su padre trataba de disimular también el asco siendo un pésimo actor. Atravesaron hermosos valles y ríos hasta llegar a un pueblo en las profundidades de Ayacucho, ahí su padre se emborracho dejándolo olvidado por unos días. Nazaret vago por las calles hambriento, se sentía solo y desprotegido, un sentimiento que lo había acompañado desde pequeño; llego a un parque sentándose en una despintada banca.
— Es un bonito día para estar triste— un hombre hablo a su lado
Nazaret miro sorprendido al ser vestido elegantemente de terno blanco y una sombrilla del mismo color, una pañoleta roja resaltaba en el centro de su pecho. No pudo apartar la vista de los ojos de aquel personaje, ellos no desprendían ni una pisca de asco y compasión, lo miraban como un chico normal y solitario.
El extraño personaje se presentó como Belial Corelli un viajero de muy lejos, charlaron por horas de temas estúpidos congeniando rápidamente. Nazaret le conto acerca de su vida, explayándo cada detalle, Belial Corelli lo escucho atentamente con una leve sonrisa en los labios.
— Yo puedo hacer que jamás te sientas solo, jamás te sentirás indefenso— saco del bolsillo de su chaqueta un pequeño frasco con un líquido azul— si bebes esto siempre me tendrás a tu lado.
Apenas había dejado de ser un niño, el ofrecimiento de algo que había poseído muy poco fue más fuerte que sus instintos de peligro. Cogió el frasco y lo bebió deprisa, tenía un sabor dulce, más dulce que la miel ¿quizá así sabría la felicidad? De reojo observo detenidamente a Belial Corelli, noto que aquel extraño personaje no proyectaba ninguna sombra. Cerró los ojos mientras la última gota del líquido resbalaba por sus labios.
Su padre lo encontró aquella misma tarde, se disculpó entre lágrimas, regresando pocos días después a la ciudad. Este comenzó a asustarse al ver a su hijo hablar solo en repetidas ocasiones, lo llevo ante un psiquiatra diagnosticándole con un trastorno de esquizofrenia paranoide. El tratamiento consistió en medicamentos de muchos colores, sin embargo Nazaret se negaba a tomarlas escupiéndolas al inodoro. No estaba loco, el verdadero demente era la sociedad al intentar quitarle su único amigo.
Ocurrieron diversos sucesos en el colegio al transcurrir de los años, extraños accidentes a los niños que lo fastidiaban, este no les tomo en cuenta al no tener afinidad hacia ellos se preocupaba totalmente en sus estudios. Tenía en mente estudiar en la UNALM, universidad de la capital. Deseaba alejarse del lugar donde tuvo muy pocos momentos felices.