Este segundo relato esta dedicado para una gran amiga: Ana.
Casi al unísono retumbaron los tic-tac de relojes que recordaban al mundo una hora más cerca de su fin. Las cinco en punto de la tarde y las calles que hace poco se aburrían de su soledad se atiborraban de personas cansadas y distraídas, personas que bajaban de enormes edificios para descansar un poco y regresar al día siguiente para continuar vendiendo su tiempo por un poco de dinero.
De entre todas esas personas una llamaba más la atención, no por discutir a gritos por el celular y tropezar a empujones con la gente por su rápido paso, sino por su elegante saco rojo que llegaba a los talones protegiéndole del viento en ese crudo invierno. En un mundo donde la mayoría de personas usaban trajes finos en negro y plomo, él se atrevía a desfilar con su saco rojo por las frías calles mientras robaba algunas miradas de gente curiosa.
La discusión que mantenía por el celular se acaloraba a cada paso prestando total atención a la voz detrás de la línea. De reojo vio que faltaban cinco segundos de vía libre en el semáforo y se arriesgó a cruzar; quería llegar cuanto antes a casa y arreglar sus asuntos personalmente.
Sintió un fuerte jalón en la parte posterior de su saco cuando unas luces entre blancas y amarillas destellaron en su rostro.
Escullaba un fuerte pitido y parecía que el mundo lo aislaba, lo único que vio desde el suelo fue como un vagabundo serpenteaba y desaparecía entre la gente. Un chico con una estridente camiseta fosforescente y enormes audífonos colgados del cuello lo ayudo a ponerse de pie.
— Vaya susto, el camión casi te deja como una tortilla, de la que te has salvado. ¿Estás bien?
Tocándose la cabeza y palpando la zona que más le dolía se recompuso lentamente mientras sentía que de a poco recuperaba la audición.
— Gracias ¿Qué decías?
— ¿Qué si estabas bien? Si no fuera por ese vagabundo no estaríamos teniendo esta conversación
— Sí, no pasa nada. Tengo que irme.
Con pasos dubitativos reanimo su marcha, pero a pocas cuadras tuvo que parar y apoyarse contra una blancuzca pared. Sus ojos lagrimeaban y el punzón en la cabeza atizaba a perforársela. Transcurrieron más de veinte minutos antes de que pudiera abrir los ojos nuevamente y aunque las imágenes eran neblinosas al inicio su visión se fue aclarando hasta volver a la normalidad.
Una arreglada y sonriente jovencita paso junto a él y al notar como el hombre la devoraba con los ojos le dejo un guiño entre coqueto y divertido. Isaiah tuvo que frotarse con fuerza los ojos casi involuntariamente para saber que no estaba soñando. La jovencita no era para nada su tipo, pero ahí estaban, bamboleándose con su marcha y sobre la cabeza de la muchacha, unos números en tono rojo; tan rojo como el saco que tenía puesto.
“Debo de estar muy cansado, creo que el pequeño accidente me afecto más de lo que podría imaginar”
Pensó con una sonrisa divertida, aunque en su tez ya se intuía una pizca de preocupación.
Llego a una avenida transitada y cayó de bruces sobre el negruzco asfalto. Una fría gota de sudor recorrió todo su descompuesto rostro.
— ¿Qué significa todo esto? ¿Qué significan estos números? — Susurró tratando se comprender la situación
Las personas a su alrededor lo miraban como un bicho raro e incluso algunos lo ignoraban totalmente pasando casi por encima de él.
Los números que veía Isaiah sobre las cabezas de las personas cambiaban con el tiempo, pero seguían el mismo patrón; colocadas en una recta horizontal se distinguían seis casillas, la última era la que más rápido transcurría. Como las alarmas que ponía en su móvil e incluso más complejas; marcaban los años, meses, días, horas, minutos y segundos
“¿Un temporizador? No, es imposible. Esto debe ser un sueño o alguna alucinación”
Se puso de pie y con la vista en el suelo tratando de evitar mirar a la gente llego a un parque cercano, se tumbó en una de las bancas y poso sus ojos en el cielo gris pálido, un color que siempre le había desagrado pero que ese día le ofrecía una extraña paz.
— ¿Debió de ser un día difícil? _ Le preguntaron.
— Ni se lo imagina— Contesto con una risilla a la anciana que tenía junto a él.
Algunas casillas ya estaban vacías sobre la cabeza de la anciana. Isaiah le regalo una desgastada sonrisa y se despidió con un gesto de mano antes de susurrar
— Disfrute los últimos diez días de vida que le queda.
Tomo el camino largo a casa y se arrepintió de su decisión cuando paso frente al hospital al que siempre acudía cuando tenía una fiebre o un dolor de estómago, en sus treinta y tres años de vida eran los únicos dolores que lo habían aquejado.
La sirena de una ambulancia que llegaba al hospital hizo que Isaiah se detuviera. Los paramédicos bajaban con cuidado la camilla donde un niño tumbado y muy lastimado, por lo que parecían heridas de un accidente, tomaba la mano de su madre que lo había acompañado y no quería soltarlo.
— Diez, nueve, ocho, siete… — Los ojos inyectados en sangre de una dolida madre se posaron en él — Dos, uno.
Todas las maquinas que tenían la camilla comenzaron a pitar en una sinfonía que escarapela los nervios de los más valientes y la pequeña mano del niño, ya sin fuerzas dejo de apretar a la de su madre.
Antes los gritos desesperados de la dolida mujer Isaiah enrumbo su camino a casa solo deteniéndose ante un enorme edificio con paredes acristaladas. Se vio reflejado junto con todas las personas y noto que era el único que no tenía números sobre su cabeza. Rio sarcásticamente para evitar gritar.
Deposito con delicadeza la llave en la vieja cerradura de su apartamento, el único deseo era llegar a su cuarto y enfundarse en las cálidas sabanas, pero para ello debía evitar encontrarse con su esposa con la que horas antes discutía por el móvil. La primera sensación que tuvo al ingresar fue la de una calma absoluta, tal vez ella había salido con sus amigas y tenía toda la casa para él. Atravesó la pequeña y ordenada sala y justo cuando se disponía a abrir el dormitorio la escucho salir de la cocina. Los inconfundibles y menudos pasos de la mujer con la compartía ya tres años de casados le causo un rotundo desasosiego.