3
Después de despedirme de Ester con una taza de café y dejándola leer tranquilamente los últimos reportes, tomo el camino más corto hacia la montaña. El ascenso es extenuante pero mucho más ligero comparado con la primera vez.
Algunos perros callejeros juegan correteándose y ladrando por la ladera, se pierden a lo lejos dejando en paz al silencio. Miro mi reloj de muñeca, aún es muy pronto para que ellos aparezcan. El viento sopla con fuerza, atreves de las semanas me he acostumbrado a la brisa, incluso ha llegado a gustarme.
Las risas y el sonido de pasos rápidos y menudos son el aviso de su presencia, no necesito voltear para saber que ambos niños buscan botellas y piedras en los alrededores, siempre con cuidado de no acercárseme lo suficiente. Hasta el momento no hemos intercambiado palabras, solo algunas miradas de profundo escrutinio y al no sentir el agrio sabor del peligro en el aire nos dejamos en paz. A veces pienso que ante sus ojos soy una piedra más del paisaje.
El hipnótico sonido de las botellas al romperse hacen eco en la tarde. Saco un cuaderno de bocetos del maletín y comienzo a dibujar esperando fervientemente acabar el dibujo. Pese a intentarlo, cada vez que estoy cerca a culminar los niños deciden irse dejando la obra inconclusa.
La alarma programada a las seis de la tarde comienza a sonar en mi móvil. Una anciana junto a sus dos perros sale de una de las pocas casas de la zona y comienza con su griterío. Los chiquillos escapan entre carcajadas burlándose con muecas de los improperios dichos por la señora.
— Tan puntual como siempre — susurro
Sacudiéndome del polvo me pongo de pie. A lo lejos Genaro y Fernando (así los llama la anciana) juegan con los perros. Parecen dos niños inocentes disfrutando de una tranquila tarde, sin embargo sus ojos están invadidos de tristeza y odio. Esos ojos pertenecen a un adulto que ha probado los colmillos de la realidad. Casi carentes de vida.
Espero hasta el anochecer, cuando algunas personas de mal vivir aparecen por los alrededores, para comenzar el descenzo. Un quejido ahogado se oye a lo lejos.
—deben ser dos borrachos peleando.
Subo algunas gradas para cambiar de camino, no obstante se escucha otro débil chillido. Luego sollozos que se transforman en frenéticas suplicas.
— ¡ya suéltalo! ¡Le haces daño! ¡LO VAS A MATAR!
La voz del niño callo de repente. Al dar vuelta en una casa fui capaz de ver la atroz escena. Un hombre estrujaba con fuerza el cuello de uno de los niños, mientras el otro permanecía inconsciente en el suelo.
Con un golpe seco en la barbilla logre que aquel hombre soltara el cuello de Fernando, los cabellos rubios del pequeño le cubrieron su azulado rostro.
Entre sorprendido e iracundo el hombre se puso de pie. Me sacaba casi una cabeza de diferencia, exhaló con fuerza y el olor a alcohol se esparció por los alrededores. El golpe en la barbilla fue rápido, sin darme tiempo para reaccionar, los músculos del cuerpo no me respondían y lentamente caí al asfalto. Instintivamente cubrí la cabeza cuando una lluvia de patadas arremetió mi cuerpo. Un impacto fuerte en el estómago dejo sin aire a los pulmones y los ojos de apoco iban desperdigando algunas lágrimas. Sin menguar el paso, las patadas sacudían todo mi cuerpo.
— ¡detente o llamo a la policía! Maldito bastardo.
Veneré aquella conocida voz cuando las patadas se detuvieron
— silencio vieja loca, metete en tus asuntos. Este imbécil no me dejó educar a mis hijos.
— ¿educarlos? No me hagas reír. Tienes diez segundos para largarte o esta vez te quedaras más de un mes en el calabozo ¿acaso olvidaste la última vez?
No fui capaz de ver la desencajada tez del hombre al escuchar las palabras de la anciana. Las imágenes se hacían cada vez más difusas, apenas podía distinguir como el ebrio hombre arrastraba de los cabellos a los niños.
Sonreí al verlos retorcerse, al menos seguían vivos.
Paso un segundo, luego, todo fue oscuridad.
4
Un pequeño de entre diez y once años ordenaba con cuidado su cuarto, dejándolo impecable. Tomo el puñado de bocetos que reposaban en su mesa y se dirigió a paso raudo al estudio de su padre. Encontró la puerta a medio abrir entrando sin pedir permiso.
— Tus modales dejan mucho que desear Eduardo, ya hablaremos de eso más tarde. Pasa, tenemos algunos asuntos que discutir.
La voz provenía del sillón más lejano.
La enorme sonrisa de Eduardo se ofuscaba con cada paso. Se extinguió al ver el ceño fruncido de su padre.
— papa, hice algunos dibujos y quisiera…