Relatos de terror

El kilómetro 13

Dicen que el miedo verdadero no se siente cuando ves algo extraño, sino cuando te das cuenta de que lo extraño te estaba mirando hace rato.

Esa noche, Franco conducía por la vieja ruta 13 rumbo a Rivera. Era tarde, pasada la medianoche, y la lluvia golpeaba el parabrisas con furia. No había señal en el celular, y el único sonido era el motor del auto y el limpiaparabrisas luchando contra el agua. Iba solo, cansado, pero tranquilo: hacía meses que no tenía un fin de semana libre, y había decidido visitar a un amigo del interior.

El GPS marcó una curva pronunciada. Franco bajó la velocidad y fue entonces cuando vio algo: una figura parada al costado del camino, con un impermeable oscuro. No hizo señas, no se movía, solo miraba.
Franco frenó.
Durante unos segundos pensó en seguir, pero algo lo detuvo: el impulso de ayudar.
Bajó la ventanilla apenas unos centímetros.

—¿Necesita ayuda? —preguntó.

El hombre no respondió. Solo levantó la cabeza. Su rostro estaba parcialmente cubierto por la capucha, pero Franco alcanzó a ver una sonrisa. No una sonrisa amable, sino una curva rígida, como dibujada con un cuchillo.

Sintió un escalofrío y volvió a acelerar. Pero cuando miró por el espejo retrovisor, el hombre ya no estaba. Ni huellas, ni luz, nada. Solo oscuridad.

Intentó tranquilizarse. “Algún loco caminando bajo la lluvia”, pensó. Pero unos kilómetros más adelante, el auto empezó a fallar. Las luces titilaron y el motor se apagó. Paró a un costado. Intentó encenderlo, sin éxito. Revisó el reloj: 1:47 a.m.
El silencio era espeso.

Franco sacó una linterna del maletero y levantó el capó. No entendía mucho de autos, pero algo le llamó la atención: el cable del distribuidor estaba cortado, como si alguien lo hubiera arrancado con una pinza.

El corazón le dio un salto.
¿Alguien lo había seguido?

Cerró el capó y giró la linterna hacia la ruta. Y ahí, a unos treinta metros, estaba otra vez esa figura. Parada. Inmóvil.
No podía ser casualidad.

Franco retrocedió, subió al auto y trabó las puertas. La figura comenzó a caminar hacia él.
El agua caía cada vez más fuerte, golpeando el techo como uñas.

—Vamos, encendé… —susurró.

Giró la llave. Nada.
La figura seguía avanzando.
Cuando estuvo a menos de diez metros, la luz de la linterna iluminó su rostro: no era un hombre, era un joven, quizá de su edad, con los ojos desorbitados y las manos cubiertas de sangre.

Franco gritó y pateó la puerta, intentando arrancar el auto. De pronto, un rayo iluminó todo el cielo, y en ese segundo vio algo imposible: detrás del chico, otras tres figuras, iguales, con impermeables oscuros.

No esperó más. Abrió la puerta del lado contrario y corrió hacia el monte.

Las ramas lo golpeaban, el barro le hacía perder el equilibrio, pero no paró hasta que vio una luz entre los árboles. Era una casa. Vieja, con un porche y una lámpara encendida. Corrió hacia ella y golpeó desesperado.

Una mujer mayor abrió la puerta, con un delantal y una mirada preocupada.

—Por favor, ayúdeme… hay gente afuera… me están siguiendo…

Ella lo hizo pasar, ofreciéndole una toalla. La casa olía a humedad y a leña quemada.

—Tranquilo, hijo —dijo ella—. Siempre pasa lo mismo con los que se quedan varados por acá.

Franco intentó asimilar sus palabras.

—¿Cómo que “siempre”?

La mujer suspiró.

—Esa ruta… desde el accidente del 2013, nadie debería pasar por ahí de noche. —Lo miró a los ojos—. Eran cuatro chicos, murieron calcinados cuando su auto volcó en el kilómetro 13. La gente dice que aún caminan por ahí, buscando ayuda.

Franco se quedó helado.

—Pero… uno de ellos me miró. Tenía sangre.

La mujer se acercó despacio, con una expresión que cambió de ternura a algo más oscuro.

—Claro que tenía sangre… —susurró—. La tuya.

Antes de que pudiera reaccionar, sintió un golpe seco en la cabeza.

---

Cuando despertó, estaba atado a una silla. El olor a metal oxidado y gasoil lo mareaba. Frente a él, la mujer y los cuatro jóvenes de impermeable lo observaban. Pero ahora, podía verles bien el rostro: pálidos, con quemaduras negras, los ojos como vidrio.

—Nos dejaste morir —dijo uno, con voz hueca.

Franco trató de moverse, pero las cuerdas le cortaban la piel.

—¡No! Yo no los conozco… —gritó.

—Sí nos conocés —respondió la mujer, y su voz cambió, volviéndose más grave, más profunda—. Vos manejabas esa noche.

Un destello de memoria lo atravesó como un cuchillo: hacía doce años, una noche de lluvia, cuatro amigos en su auto, alcohol, risas, y luego… el derrape, el fuego, los gritos.
Él había sobrevivido.
Los demás, no.

El mundo se tambaleó.

—No puede ser… yo…

—Volviste —dijeron todos al unísono—. Te estábamos esperando.

El suelo tembló. Las paredes de la casa comenzaron a agrietarse y un rugido de viento invadió el lugar. La mujer sonreía mientras las llamas reaparecían, igual que aquella noche.

Franco gritó, pero esta vez su voz se perdió entre el fuego.

---

A la mañana siguiente, la policía encontró un auto calcinado en el kilómetro 13. Dentro, solo había un cuerpo, irreconocible, con el volante entre las manos.
Dicen que el fuego fue tan intenso que el metal se derritió.
Pero lo extraño fue que el informe pericial detectó cinco huellas distintas sobre el barro, alrededor del auto.
Cinco.

Y cada año, cuando llueve en esa ruta, algunos conductores aseguran ver a un hombre de impermeable parado al costado del camino, sonriendo bajo la lluvia.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.