Relatos de terror

El susurrador del valle

El primer cadáver apareció un martes.
Lo encontró un chico de catorce años, tirado junto al arroyo del Valle Viejo, cubierto por una sábana blanca. Nadie supo de dónde salió esa tela, ni cómo alguien pudo dejar un cuerpo ahí sin que nadie viera nada.
Era una mujer joven.
El cuello presentaba marcas de manos, y en la boca tenía un papel doblado, empapado por el agua. En él solo se leía una palabra escrita con tinta roja: “Silencio.”

Yo no debía estar ahí esa noche. Pero el instinto de periodista —ese que te arrastra hacia donde el peligro huele a noticia— me llevó.
Había llegado al pueblo tres días antes, buscando historias pequeñas: supersticiones, fiestas patronales, relatos rurales. Pero el Valle tenía otra historia que contar.
Una que no quería ser contada.

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Los vecinos lo llamaban “El Susurrador”.
Decían que antes de atacar, hablaba.
Nadie sabía qué decía, pero las víctimas siempre aparecían con la misma expresión: una mezcla de terror y aceptación, como si lo que hubieran escuchado antes de morir les hubiera quitado las fuerzas para resistirse.

El segundo asesinato ocurrió nueve días después.
Esta vez, un hombre.
Lo encontraron en su casa, con la puerta cerrada por dentro, sin señales de lucha. En el suelo, junto a su cuerpo, otra nota: “Ella no me escuchó.”

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La policía local parecía perdida.
El comisario, un hombre cansado y cínico, me dijo:
—Usted viene de la ciudad. No entiende cómo funcionan las cosas acá. En los pueblos, los monstruos tienen nombre y apellido, pero nadie los dice.

Le pedí acceso a los informes, pero se negó. Así que hice lo que mejor sabía: hablar con la gente.

Fui al almacén, al bar, al cementerio.
Y en todos los lugares escuché el mismo rumor: el Susurrador elegía a quienes “hablaban de más”.
Chismosos, curiosos, bocones.
Era como si alguien hubiera decidido imponer un castigo moral, un silencio forzado.

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Esa noche me quedé en la vieja posada del kilómetro 4. La dueña, una mujer menuda de voz ronca, me advirtió:

—No salga si escucha que lo llaman.
—¿Cómo?
—Por su nombre. Aunque jure que es alguien que conoce. No mire. No conteste.

Me reí.
Pero a las tres de la mañana, cuando la lluvia golpeaba los postigos, alguien susurró mi nombre detrás de la puerta.

—Tomás…

El corazón me saltó al cuello.
Abrí la puerta de golpe. Nadie.
Solo el pasillo vacío y el eco del viento.

Intenté volver a dormir, pero sentía la voz repitiéndose en mi mente, cada vez más cerca, más real.

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Al amanecer, fui al lugar donde encontraron el primer cuerpo. El arroyo seguía cargado por la lluvia.
Mientras tomaba fotos, algo brilló entre las piedras: una cadenita con una medalla de San Benito, oxidada.
La guardé sin pensar.
Esa misma tarde, una vecina me dijo que la víctima era maestra de escuela. Que días antes había denunciado a un hombre por acosar a sus alumnas.
Ese hombre, según ella, era hijo del comisario.

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Las piezas empezaban a encajar, y lo que descubrí después me heló la sangre:
todas las víctimas habían denunciado o expuesto a alguien poderoso del pueblo.
Un maestro, un comerciante, un funcionario.
Y todos esos “alguien” tenían un punto en común: el comisario Medina.
El mismo que me había dicho que no entendía cómo funcionaban las cosas.

Volví a la posada decidido a irme al día siguiente.
Pero el destino no me dio tiempo.

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A las dos de la madrugada, desperté con un ruido metálico.
El reloj de pared se había detenido.
El viento no soplaba.
Y entonces, de nuevo, esa voz.

—Tomás…
—¿Quién está ahí? —pregunté, con la garganta seca.

—No debiste hablar…

La ventana se abrió de golpe. Una ráfaga de aire helado apagó la lámpara. En la oscuridad, distinguí una silueta alta, inmóvil, con algo brillante en la mano.

Salté hacia la puerta, pero la cerradura no giraba.
El susurro volvió, esta vez justo detrás de mi oído:
—Ya hablaste demasiado.

Logré romper el vidrio con una silla y salté al barro. Corrí sin mirar atrás, directo al camino.
No sé cuánto tiempo pasé corriendo.
Cuando la patrulla me encontró, estaba cubierto de sangre. Pero no era mía.

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Dijeron que deliraba.
Que me había autoinfligido las heridas.
Que no existía ninguna persona con esas características, ni ninguna voz.
Que la posada estaba vacía desde hacía años.

Mostré las fotos del arroyo, las notas, la cadenita.
Nadie las encontró en mi cámara.
Solo imágenes borrosas, con mi reflejo sosteniendo algo invisible.

Fui internado por “trastorno de estrés agudo”.
Pasé seis meses en observación.
Cuando salí, el pueblo ya no existía en el mapa.
Literalmente.
El Valle Viejo había sido desalojado por una represa. O eso dijeron los informes oficiales.

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Hoy vivo en Montevideo.
Trato de no pensar en eso, pero a veces, cuando apago las luces y todo queda en silencio, escucho un susurro que me llama por mi nombre.
Y sé que no es el viento.

Una noche, no aguanté más y respondí:
—¿Qué querés de mí?

La voz contestó, suave, casi humana:
—Que sigas escribiendo.
—¿Sobre qué? —pregunté, temblando.
—Sobre nosotros.

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El artículo que estás leyendo fue lo último que escribí antes de desaparecer.
Si alguien lo encuentra, que no busque el Valle Viejo.
No queda nada.
Solo el eco de los que hablaron de más.

Y si alguna noche, cuando todo esté en silencio, escuchás que alguien te llama por tu nombre…
no respondas.




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