Sus padres adoptivos, le dijeron al pequeño Ernest, que no entrase al cuarto prohibido de casa, y menos aún encendiese la luz. Los ruidos, y algún que otro alarido, lo tentaron durante mucho tiempo desde que llego; sobre todo la voz de su mente que lo llamaba. En una noche de insomnio y rebeldía, quebró la línea entre la curiosidad, y el miedo. Tomó la llave a escondidas del hombre que le indicó tal prohibición. Al llegar a la puerta, la colocó, y se abrió con un sonido chirriante de óxido. La oscuridad lo llevó adentrarse en la ceguera. Temblaba de la respiración ajena, y un hedor hipnótico. No temas, se decía, son leyendas de pánico. Chocó con la mesa de luz, y una lámpara. Enciéndela y termina con ello. Al apretar el interruptor, una luz hizo presente una sombra sentada en una silla de espaldas. Se acercó temblando, y un alarido selló sus ojos que gritaron de horror. La criatura desnuda, y desnutrida, terminaba un pedazo de hueso, y se consumía por el dolor de un brillo que no podía tolerar. Era un bello experimento éste, de un encierro total, en un capullo de niñez prematuro. El humanoide, aquella cosa rara, no podía recordar, ni hablar, ver, oír, y tocar. Era algo, que se desmoronaba muerto en el suelo del dolor de una luz, que luego alguien apagó. La familia ha dejado pasar un largo tiempo. Suficiente en sus análisis, para adoptar otro niño, y le han indicado que no entre por ninguna razón al cuarto, pero no sabemos desde ya, ¿cuánto podrá aguantar? a fin de continuar con el macabro plan de aquellos monstruos.
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Editado: 02.12.2025