Noche eterna
Había algo en la oscuridad que no podía explicar, algo que no era físico ni tangible, pero que te absorbía si te atrevías a quedarte demasiado tiempo en ella. No lo sabías porque alguien te lo hubiera dicho; simplemente lo sentías.
Corría. Mis pasos resonaban contra el pavimento, rápidos, desordenados. Detrás de mí, los pasos de otra persona, más firmes, más pesados. No me atreví a mirar atrás. Podía escuchar su respiración, constante y peligrosa, como si estuviera a punto de alcanzarme.
La calle se iba quedando sin luces. A mi derecha, un callejón oscuro parecía la única opción. Giré bruscamente y me adentré en él, esperando perder a mi perseguidor.
El callejón no estaba completamente oscuro. Había un pequeño foco colgado de una pared, su luz débil y parpadeante apenas iluminando un par de metros. Su brillo era tenue, como si estuviera a punto de fundirse, pero aun así me daba algo de consuelo.
No me detuve. Algo en mí sabía que la oscuridad no era un lugar seguro. El aire se sentía extraño, pesado de una manera que no podía explicar, y la luz parecía cada vez más lejana.
El hombre que me seguía entró al callejón detrás de mí. Pude verlo bajo la tenue luz del foco, su rostro torcido por la determinación.
—¡No puedes escapar! —gruñó.
El foco parpadeó. Una vez, dos veces. Y luego se apagó.
La oscuridad cayó sobre nosotros como una ola. Sentí cómo el callejón cambiaba, como si se alargara infinitamente, como si ya no fuera parte del mundo real. No me detuve. Corrí hacia la única esperanza que tenía: una farola al final del callejón, su luz apenas visible como un destello distante.
Detrás de mí, el hombre siguió avanzando. Escuché sus pasos, cada vez más lentos, hasta que se detuvieron por completo. Miré hacia atrás solo un segundo, y lo que vi me heló la sangre. Su figura se desdibujaba, como si la oscuridad lo estuviera reclamando. No hubo un grito ni un movimiento brusco. Simplemente desapareció, tragado por la completa oscuridad.
El miedo me impulsó hacia adelante. Sentía que cada paso me alejaba más de la realidad, pero no podía detenerme. La farola se hizo más grande, su luz más clara, hasta que finalmente crucé el umbral.
El alivio fue inmediato. La presión desapareció, y el aire volvió a ser ligero. Miré hacia atrás una última vez. El callejón estaba vacío, envuelto en una oscuridad absoluta. No quedaba rastro del hombre que me había seguido.
Sabía que debía seguir adelante, pero el miedo permanecía. No podía evitar preguntarme: ¿y si esta luz también se apaga?