Capítulo 2
Eran diez personas en la mesa. Carol los conocía a todos, por desgracia. Y si ella misma no toleraba su propia risa, menos la de los demás. Estaba en el extremo de la mesa con un vaso de refresco en la mano. Los demás bebían cerveza y platicaban en voz alta sobre cualquier estupidez que sus patéticas mentes pudieran concebir.
Ahí estaba el alma de la fiesta. La mujer del centro. Se llamaba Martha y era un dolor de cabeza. Carol la consideraba fea: tenía sobrepeso, el cabello alborotado y una risa estridente que se podía escuchar hasta el otro lado del restaurante.
—¡Y va y le dice: oiga, es que se viste como indigente con esos pantalones comprados en el tianguis!
La mayoría rió por su broma. Especialmente Dalia, que se encontraba al lado de Carol y bebía de una cerveza ligera. Llevaba diez minutos con ella y no había llegado ni a la mitad.
Carol resopló y miró su reloj de pulsera. Quería marcharse de ahí cuanto antes y no seguir escuchando esas charlas de protocolo ni esa hipocresía propia de los adultos aduladores.
—¿Estás bien? —Preguntó Dalia—. ¿Por qué no hablas?
—No tengo mucho que decir —le dio un sorbo a su bebida y sacó su celular para perderse un rato en su Facebook. Dado que no tenía contactos, no tenía por qué ver la aburrida vida de los demás. Sólo había memes y más memes que le arrancaban unas cuantas risas discretas.
“Lo que daría estar en casa con mis videojuegos”
Pero no siempre fue así.
AÑOS ATRÁS
Carol era el alma de la fiesta. Había bebido unas cuantas cervezas con sus compañeros de la universidad y no paraba de hacer comentarios sarcásticos sobre algunos de sus propios compañeros. Nada real. Nada que pudiera ofenderlos. Había confianza. Eran sus amigos.
Jamás había ido a una fiesta durante la preparatoria. Gran parte de su adolescencia se la pasó en la escuela y en el trabajo, así que socializar era nuevo para ella y un poco de alcohol le ayudaba a olvidar la timidez.
Amaba las risas de todos. Amaba sentir que la aceptaban, que la querían, que la consideraban parte de un mundo al que siempre había deseado pertenecer. Tuvo que madurar a la fuerza para enfrentar la dura realidad de su familia desmoronada, y jamás tuvo tiempo para la diversión. Aunque era la mayor del grupo (les sacaba unos 4 años de edad) no dejaba de sentirse como una quinceañera.
—Oye, Carol —dijo Virginia—. ¿Y cómo es que te vieron en la noche con lo negra que eres?
Risas. Risas tóxicas.
Carol no tuvo más que reírse y aguantarse las ganas de decirle a Virginia que sus chistes sobre su moreno color de piel empezaban a cansarla.
—Bueno, es que así soy yo.
—Sólo te brillan los dientes —rió Virginia y los demás secundaron su broma.
Carol se forzó a reír y ocultó su rostro con un vaso de cerveza.
“¿Por qué se burlan de mi color de piel?”
—Es que tiene el alma negra —bromeó Abigail, su novia y la persona más importante para ella sobre la Tierra.
—Uy —Dijo Carlos—. Quién sabe qué partes ya les viste que tiene negras.
Risas.
Carol forzó otra sonrisa. Cada vez le costaba más reír.
Decidió que tenía suficiente. Parpadeó para alejar las lágrimas y se puso de pie.
—Voy al baño.
Y sí, fue al baño, y se sentó un rato para mirar su celular, respirar y tranquilizarse antes de echarse a llorar por las burlas. ¿A caso estaba pecando de ser sensible? ¿No era así la amistad? ¿Burlas inocentes, hacer reír a los demás a costa de unas cuantas bromas?
Sí. Así era la amistad.
ACTUALMENTE
—Tengo que irme —dijo Carol.
—¿Qué? ¿Ahora? —Dalia se puso de pie enseguida.
—No, no. Tú puedes quedarte. Es que tengo que ir al médico y ya.
—¿Estás bien? —Preguntó Lucero, otra de las compañeras de trabajo.
—Sí. Les dejo a Abigail. Cuídenla.
Rió para restarle importancia al asunto, recogió su bolsa y no se molestó en mirar atrás y dejar a su novia con otras personas. Después de todo, le habían hecho lo mismo a ella.
AÑOS ATRÁS
—¡Eres una asquerosa! ¡Sólo mírate!
Abigail no estaba nada contenta.
—Sólo tomé un par de cervezas. Anda, vamos a casa. Quiero estar contigo.
—Tú quédate, borracha asquerosa. ¡Y no me toques!
—Abi…
A Abigail le daban asco los borrachos. Sentía desprecio absoluto por ellos. Su padre era uno, y todas las noches sumergía su casa en un infierno de gritos y humillaciones. Que Carol estuviese bebiendo, aunque fuera solo un par de botellas, era un insulto y no quería estar con una persona así.