Capítulo 7
Dalia se levantó de su asiento y golpeó su copa de champagne con una pequeña cuchara para llamar la atención de las demás. Las mujeres dejaron sus charlas y miraron hacía ella.
—Quisiera decirle a Clarisa que estoy muy feliz por ella. Creo que hasta la envidio.
La aludida sonrió y alzó su copa. Dalia continuó.
—Tu embarazo ha llenado de alegría esta oficina. Has sido compañera nuestra por dos años y también te has convertido en una parte indispensable de este equipo, ¿verdad, jefa?
Martha, la jefa del departamento de finanzas, sonrió y levantó su bebida para mostrar su acuerdo.
—Así que estaremos atentas a ti. Te guardaremos tu lugar y te esperaremos hasta que vuelvas de tu permiso de maternidad. Serán unos meses importantes para ti y tu niña. Salud por Clarisa.
—¡Salud! —Dijeron las demás.
Carol estaba entre ellas. Le tocó sentarse en una esquina de la mesa, así que tenía una visión perfecta del pequeño bebé que Clarisa cargaba en brazos. Era una criatura envuelta en una frazada amarilla. Estaba despierta y movía las manos como intentando atrapar los cabellos rubios de su madre. Clarisa la había llevado para presentarla a sus amigas del trabajo, pero no había contado con que Martha, su jefa, organizaría un pequeño almuerzo para ella.
—¿Te gusta? —Preguntó Clarisa al notar que Carol no dejaba de mirar al bebé—. ¿Quieres sujetarla?
—¿Yo? Eh… no sé si pueda.
—Ah, vamos. ¿Jamás jugaste con muñecas? Sólo tómala con mucho cuidado.
—Está… está bien —rió la mujer.
Clarisa le dio a la pequeña Amy. Carol la agarró con extrema delicadeza y la apoyó contra sus pechos. Hizo a un lado la frazada para mirarla mejor y le rozó las mejillas con los dedos.
De alguna manera, los bebés le producían una calidez excepcional. Hasta que se ponían a llorar sin razón, claro. Fuera de eso, tener a la niña con ella la trasladó a esos tiempos oscuros que, por lo visto, se negaban a alejarse de su memoria.
AÑOS ATRÁS.
Sucedía cada tarde. Al salir de la universidad, Carol, Abigail y sus amigas solían ir al supermercado para comprar bocadillos y comerlos en el área de alimentos. Se había convertido en una especie de ritual para matar el tiempo; y aunque con ellas estaba esa estúpida racista a la que le gustaba dárselas de doña comedias, Carol sentía que al menos pertenecía a un grupo social. Le gustaba fingir que tenía amigas y que era feliz.
—¿Vamos a dar un paseo? —Sugirió Abigail mientras las demás platicaban después de comer.
—Sí, aunque no creo que haya muchas cosas que ver en un supermercado.
—Siempre pasan películas en electrónicos.
Carol tomó a su novia de la mano y la llevó por los pasillos. Caminaban despacio y sin conversar nada relevante. Disfrutaban del tiempo a solas.
Últimamente… disfrutaban del silencio. ¿Eso era bueno o malo?
—Me pregunto —dijo Abigail—. ¿Cuánto costaría una despensa para nosotras?
—Podemos averiguarlo ahora mismo.
Carol sacó su teléfono y empezó a anotar los precios de cada alimento. Era un juego para ella. Le gustaba imaginar que estaba casada con Abigail, o que al menos vivían juntas. Esos eran sus planes después de la universidad: encontrar una casita o un departamento para vivir en unión libre y ver hasta dónde podían llegar con su amor.
(Si es que todavía existía)
Una cosa no se podía negar, y era que Abigail parecía encantada con el juego. Comparaba precios, aconsejaba a Carol y le decía qué cosas le gustaban y cuáles no. vislumbraban un futuro en el que una de ellas cocinaba mientras la otra limpiaba la mesa, o que se repartían las tareas domésticas para mantener su nicho de amor cómodo y funcional.
Ideas.
Esperanzas.
Sueños.
En esos años, construían un futuro que, evidentemente, nunca llegó.
Abigail se detuvo delante de la sección de bebés y empezó a ojear la ropa y los accesorios. De alguna manera, a Carol le pareció sumamente tierno y se acercó a ella para abrazarla por la espalda.
—¿En qué piensas? —Preguntó.
—En cuánto cuesta mantener un hijo.
—Bastante. ¿Por qué? ¿Te gustaría ser mamá algún día?
—Quizá —suspiró Abigail—. Sería lindo. ¿Cómo crees que deberíamos ponerle?
—¿Un hijo conmigo? ¿Te das cuenta de que ambas somos mujeres y que no podemos?
—Existen otros métodos, tonta. Aunque si te soy sincera, prefiero adoptar. Me da miedo el embarazo.
—No sabía que querías ser madre. Eso demuestra que eres alguien con mucho amor que dar.
—Sería lindo un día ¿no crees? —Se volvió hacía Carol y, al ver la cara de ilusión de esta, escondió el rostro en su pecho y suspiró—. Algún día podríamos ser madres.