—El panorama era hermoso. Uno que nunca había visto en mi vida. Con un grueso abrigo salí. Mis pies pisaban la blancura mientras mis oídos deleitaban el pisar de la nieve. Observaba con atención el vapor que mi boca generaba mientras se elevaba hasta perderse en el cielo.
Se detuvo un momento al mojar sus labios con un poco de saliva.
—¿Le traigo un poco de agua? —preguntó el joven adulto.
La tenue luz iluminaba ambas figuras. Uno de ellos llenos de experiencia y de premios detrás de él. El otro siendo más joven que el primero.
—No, estoy bien, Adán —carraspeó la delgada figura. Recordó en que parte se quedó de lo que contaba. Continuó—: Era de noche, pero el cielo reflejaba claridad porque era iluminada por el mismo panorama nevado. Caminé y continué caminado sin un aparente rumbo. Deleitándome de la vista, dejando a un lado como mis viejos huesos crujían con aquel aire frío.
Sus viejos y cansados ojos se iluminaron como si estuvieran viviendo de nuevo aquel recuerdo. Sintió como un fuerte escalofrío recorrió su espalda, no solo su mente viajaba a esos años, al parecer, también su cuerpo.
—¿Y luego, qué pasó? Después de caminar y caminar por la nieve —interrogó Adán, a su lado, aún a pesar de que no era la primera vez que escuchaba esa anécdota. Y esperaba que no fuera la última.
Él antes podía contar una historia de pies a cabeza sin tener que detenerse. Sus años de experiencia le habían dado una buena mente, sin embargo, todo aquello se había acabado con los años que ahora le pesan en la espalda.
—Y entonces lo vi —continuó—: Vi aquel imponente pino que a lo lejos sobresalía de todos los demás árboles. Era enorme, y cada vez que me acercaba a él, solo quedaba más admirado y prendido de su vigor. Verde, frondoso, vestido de blanco. Adornado de cristales naturales. Su brillo siendo alimentado por las mismas luces de la calle. Era hermoso, y fue entonces que...
El anciano tosió, y luego, con su dedo huesudo apuntó el escritorio.
—Allí, en el cajón, está el manuscrito.
Adán se levantó y se encaminó al escritorio. Abrió el cajón y de ahí sacó un conjunto de hojas cuyas letras pintadas estaban escritas a mano. Se acercó y volvió a sentarse en la silla que estaba a un lado de la cama.
—Es el manuscrito de su nueva novela, ¿cierto? —interrogó Adán volviendo la vista al anciano que descansaba sobre la cama, sin poder moverse.
—Es mi último trabajo —dijo.
—Pero no está terminada. ¿Cuál es el final?
—Con dificultad puedo mover los brazos. A mis dedos ya no los coordino bien, y mis ideas ya no se quedan en un mismo lugar. Lee lo que llevo, leelo con detenimiento, cuéntame qué te ha parecido, y el final ya se lo escribiré o ya te lo contaré.
Hubo un silencio, un silencio que se alargó toda la semana. Aquel hombre expiró esa misma noche.
Y una nota escrita entre las páginas del manuscrito, dirigida a Adán, comenzaba...
«Aquella noche era muy fría...»