Caminaba sin rumbo hacia el sol poniente. Me dolía todo el cuerpo, tenía la boca y la garganta seca y llevaba lo que parecían horas caminando sin ver a una sola persona por los alrededores, y estaba por alcanzar mi límite. Quise seguir, pues ya veía un lugar cómodo para descansar, pero tras dar exactamente cuatro pasos más, mis piernas fallaron y me desmayé.
Después del verano pasado, tras la tormenta, huracán, catástrofe o como quieran llamar aquello que destruyó por completo la costa de la ciudad, se formó un extraño conjunto de arena al otro lado de la isla: Un desierto de arena proveniente de lo que fue una pequeña playa de diminutos corales. Aquél desierto alcanzó metros en algunos días, y en una semana alcanzó a cubrir parte de un bosque de arce que se encontraba a sus pies, devorándolo como un animal hambriento con ansias de crecer incontrolablemente.
Mis padres y yo somos una familia de ecólogos, quienes estudian los sistemas naturales y los preservan lo mejor que pueden. Por ello decidimos investigar el fenómeno que llevó a un pequeño residuo de arena a convertirse en un inmenso mar que ahora llevaba en sus hombros el color arce del más grande bosque de la isla central del Archipiélago de las Bermudas, como fue nombrado hace pocos meses. Ahí fue donde tras algunos meses de investigación en conjunto a varios científicos de la localidad descubrimos que sin lugar a dudas aquél evento llevaría en quizás a poco más de un año a la isla, a la extinción natural… Lo bueno es que la ciudad se tomaría los últimos meses en ser cubierta por la arena pues quedaba al otro lado del desierto y pronto la nieve lo retendría un poco, pues no se expandía tan rápido en las zonas con menores temperaturas… Lo malo es que no había forma científica en la isla de detenerlo y pasaría sin importar qué.
Tras no tener esperanzas, más no rendirse, mis padres decidieron hacer una última expedición por el desierto, que ya llevaba varios kilómetros de distancia y me llevaron con ellos. Al verlo pensé en lo bello que se veía el paisaje, pues jamás en mi vida había visto un desierto, ni mucho menos un desierto cubierto con hojas rojizas que iban de aquí para allá con las intermitentes ráfagas de viento salado del mar al otro lado de las colinas de arena.
Mis padres decidieron continuar y yo les seguí a pocos metros detrás, observando la ida y venida de las hojas en el aire y lo alto de las colinas. Llegamos al otro extremo, al arrecife, en más o menos una hora ya que ellos conocían bien el camino porque habían explorado con antelación la zona, no como yo. Estuvimos ahí, ellos analizando el agua, los corales y demás, por unos minutos. Tomaron muestras y partimos de nuevo hacia nuestro laboratorio. Mis padres hicieron una última “muestra”, una foto. Se subieron a lo alto de un montículo de arena y tomaron una única foto hacia el mar. Y al bajar, cayeron por la duna a un remolino apenas visible que en menos de un minuto se los tragó. Grité una y otra vez e intenté lanzar una cuerda dentro del ojo del remolino. Estuve esperando y buscando por los alrededores para ver si salían por alguna parte, pero me encontré con un punto muerto. Con tristeza y perdido, frente a una inmensa fuente que de a ratos inhalaba y tosía aquél color brillante de arce, no tenía nada más que hacer, salvo volver y pedir ayuda para la búsqueda de mis padres. De ahí mi inicio y aquí el final: Me encontraron tendido en la arena frente a lo que queda del bosque, y me trajeron aquí a hablar.
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Editado: 24.10.2019