El primer día que salí al bosque con mis papás estaba más caliente que los demás. Cuando amaneció y me asomé por la ventana vi que la nieve se había derretido, y que la hierba podía salir otra vez. Parecía que ya había llegado la primavera.
Cuando terminamos de desayunar me puse mi abrigo y salí a ver si de verdad toda la nieve se había derretido. Pero solo era poquita la que se había hecho agua; las montañas seguían todavía muy blancas, y el camino que limpiábamos todos los días seguía teniendo hielo transparente del que te hace resbalar.
Volví a entrar a la cocina cuando ya me cansé de ver las cosas cubiertas de nieve como todos los días, y me puse a ver un dibujo que mi mamá había hecho cuando era niña. Ella había dibujado un pájaro amarillo pequeñito que estaba apoyado en una rama con una flor blanca, yo no sabía cómo se llamaba ni la flor ni el pajarito, y cuando le pregunté a mi mamá, dijo que ella tampoco lo sabía, y que solo había visto eso en el jardín un día, y que luego de eso el animalito ya no quiso volver más.
Dejé el papel en la mesa y subí a mi cuarto en el segundo piso para ver si podía ver algún pájaro parecido al del dibujo, pero solo vi otros pájaros; unos cuervos grandes que a veces se acercaban mucho a la casa, y unos pájaros cafés más pequeños que buscaban comida debajo de la nieve.
Sabía que cuando hacía más calor aparecían más animales, y por eso pensé que ese día iba a poder ver a los que tenían plumas amarillas. Pero pasó mucho tiempo y no vi a ninguno.
Hice eso muchos días, me paré de puntillas para ver por la ventana todos los pájaros que se acercaban a la casa, pero aunque la nieve ya no era tanta, seguían sin aparecer los que yo quería ver.
Tampoco cuando acompañaba a mis papás al bosque lograba encontrarles, algunas ardillas trepaban por los árboles, y de vez en cuando un erizo se escondía debajo de unas hojas, los conejos saltaban de aquí para allá, y los búhos te miraban cuando llegaba la noche, pero ningún pájaro amarillo se dejaba ver.
Entonces fuimos a pescar después de mucho tiempo en el lago que antes estaba congelado, y de ahí sacamos muchos peces. Unos los cocinamos, otros los vendimos, y los que quedaban les echamos sal y los guardamos. Las plantas que estaban cerca del agua habían crecido más que las otras, y esas también nos las llevamos y las guardamos para usarlas otro día.
Esa vez, cuando me cansé de jugar les pregunté a mis papás si necesitaban ayuda en algo, y me dijeron otra vez qué plantas y frutas podía recoger… tenía que estar muy atenta, ¡si cogía una planta, una baya, o un hongo que no era bueno para comer podíamos enfermarnos!
Por supuesto, ellos me acompañaron para ver lo que hacía y para cuidarme, pero yo ya sabía que no me debía alejar mucho de ellos, porque en un bosque tan grande como el que había ahí era fácil perderse, y ni siquiera ellos podían buscar en cada rincón y madriguera para ver si me encontraban. “En el bosque hay que estar siempre alerta”, me decían siempre que íbamos ahí. “Todos los animales saben eso, incluso los pájaros que pueden huir volando conocen cuales son los peligros de estar distraído”
“Claro que sí”, les respondía siempre… tenía que ser buena con ellos porque decían la verdad.
Cuando entramos a una parte donde los árboles estaban más juntos, vimos algo que nos hizo felices a todos. Una planta había hecho crecer una flor blanca en la punta de una de sus ramas.
“¡Es la misma que dibujé!”, dijo mi mamá cuando la vio. “Estas flores son las primeras en salir cuando llega la primavera”.
Yo no lo sabía, y me quedé mucho tiempo viéndola, hasta que de pronto, llegó un pájaro de plumas amarillas y se paró sobre la rama con la flor. Ahora sí que había llegado la primavera.
Mi papá decía que era una coincidencia maravillosa… pero yo no pensaba eso… tenía que ser porque a esos pájaros les gustaba ese tipo de flores, y por eso se acercaban. ¿Cómo iba a ser que por accidente un pájaro se parara en una planta que no le gustaba? No podía ser. Yo sabía muy bien eso.
Era hora de volver a la casa porque ya habíamos recogido suficientes alimentos, además ya me había dado hambre y estábamos un poco más lejos de los lugares que siempre visitábamos en el bosque. Necesitábamos apurarnos si queríamos llegar a la cocina antes de que el sol se hiciera más brillante.
No podía esperar a ver como cocinaban todas esas hierbas y raíces en ollas muy grandes, y por eso empecé a correr apenas pude ver nuestra casita desde lejos con mucha menos nieve que el día anterior.
Pero cuando pasé por el camino con hielo que había antes de llegar, estuve a punto de resbalarme, así que dejé de correr y esperé a que mis papás se acercaran más en caso de resbalarme de verdad. Cuando llegaron a mí solo sonrieron, sabían lo que había pasado, y por ello, porque no necesitaban levantarme del suelo y ver si me había lastimado, solo me advirtieron de que correr en el hielo era peligroso. Los días de nieve que quedaban aun eran muchos, y estos eran los más bruscos.
“¡Wooow!” Grité cuando una mañana me asomé por la ventana de mi cuarto, y descubrí que ya no había ni un copo de nieve apoyado sobre el pasto, que había crecido muy fuerte y verde como los demás días de no invierno que se habían ido, pero que volvían al fin.
Salí a pasear por todas partes cuando mis papás dijeron que era la hora, y así vi las montañas del color de las piedras y hierbas en vez de blanco, y así vi el huerto otra vez listo para que le removamos la tierra y le pongamos nuevas semillas, y así vi a las flores blancas crecer entre los tréboles verdes y las flores amarillas. ¡La primavera era tan hermosa como las fotos que había visto en mis cuentos!
Pero entonces un día una pequeña plantita empezó a crecer entre dos de las maderas del piso de mi cuarto. No les dije nada a mis papás esa mañana, porque tal vez iban a pensar que era musgo y la iban a arrancar Yo debía cuidarla porque era mi nueva hijita, así que le di agua una vez al día y luego, cuando llegaba la noche, le contaba un cuento. ¡Y creció y creció! Hasta que se hizo tan grande como mi pierna y una bolita empezó a crecerle encima.