Relatos del Bosque Rojo

Luciérnagas y polillas

Lo primero que hicimos ese día, fue cruzar los campos de arroz que nos separaban del pueblo. Debíamos conseguir esos papeles que dirían que mi familia es dueña del pedazo de tierra en la que vivimos.

Yo sabía que no iba a ser fácil, mis papás hace tiempo que están buscando la forma de conseguirlo… pero simplemente no les dejan hacerlo. Es muy extraño.

Yo cargaba con una bolsa en la que llevaba verduras. Las cocinaría al llegar a la ciudad, en la casa de mi amigo. Hace mucho tiempo que no nos veíamos, y estaba feliz de poder encontrarme con él de nuevo. Mi hermanita, en cambio, siendo tan pequeña, tenía que ser llevada, no como las verduras claro, porque podía caminar, y era difícil sacudirle como si estuviera en una bolsa en la mochila que servía para transportarla. Pero ahí estaba, sin querer dormirse, pero tampoco queriendo armar berrinche en la espalda de papá.

Teníamos que tomar un tren para llegar a la ciudad, y para eso entramos en la estación de trenes del pueblo. El viaje iba a durar mucho, me dijo mi papá, pero no me importaba. No me podía aburrir si veía por la ventana todo lo que pasaba afuera del vagón.

El cielo se había hecho más claro, el sol se iba alzando cada vez más, y había pocas nubes que pudieran taparle. Sentí en mi piel el calor de la estrella, y como no podía verla directamente, me fijé en las cosas que esta iluminaba.

Al comienzo del viaje, cuando apenas salimos del pueblo, no se podían ver muchas casas pegadas, pero luego pasamos varias veces por sitios con más gente, y entonces se pudieron ver más construcciones juntas. Había incluso edificios de unos cuatro pisos, que avisaban de alguna manera lo que estaba por venir.

Finalmente, después de unas dos horas más de viaje desde que partimos del pueblo, entramos a la ciudad y lo que pudimos ver fue impresionante.

Habían pasado como dos años desde la última vez que había estado en la ciudad, pero tantas cosas habían cambiado ahí que me costó entender que ese lugar era el mismo de siempre y no otra ciudad completamente diferente. Definitivamente, lo que más me había dejado en shock, era ahora todos tenían electricidad.

Han pasado ya unos meses desde que anunciaron que la electricidad llegaría a nuestro pueblo, pero todos pensábamos que si la ciudad apenas y la tenía, entonces se iba a demorar aún mucho en llegar a un lugar tan remoto como nuestra pequeña villa.

Supongo que teníamos suerte, porque se hablaba muchas veces de pequeñas aldeas que estaban aún más lejos de las ciudades, a las cuales era muy difícil llegar y la gente de ahí, aunque no era mucha, no colaboraba en implementar los adelantos. No puedo imaginarme viviendo en un lugar tan apartado de la gente… sería muy raro, y bastante más difícil también.

De todos modos, cuando al fin arribamos a la estación del centro de la ciudad, pude impresionarme también con otras cosas, como la abrumante cantidad de personas que caminaban de aquí para allá. Parecía como si el tiempo allí transcurriera más rápido, pero por lo que pude observar en uno de los grandes relojes incrustados en la pared del andén, los segundos seguían siendo segundos, y los minutos aun llevaban en su interior sesenta de estos.

Caminamos luego al margen de muchas de las grandes calles, bajo la luz artificial de los faros a la que no me terminaba de acostumbrar. El momento de ver a mi amigo se acercaba cada vez más. Cuando al fin arribamos a su hogar, nos sacamos los zapatos y entramos por la pequeña puerta delantera, mientras nos maravillábamos por lo moderno que lucía todo. Tenían incluso un aparato de aquellos que hacían sonar música sin tener que pedirle a nadie que la tocara. Las paredes también estaban decoradas con bonitas pinturas de tinta antigua.

Pero nada de eso me emocionó tanto como volver a ver a Yurei, que con mi misma edad, ya me sobrepasaba unos cinco o seis centímetros en la altura.

Hablamos entonces de todo lo que habíamos hecho, y lo que no, por mucho tiempo hasta que nos llamaron a comer. Él había empezado a tocar el piano, y se había inscrito en un curso de artes marciales al que iba por la tarde, y también me habló de todos los dulces que le gustaba comprar con el dinero que le daba su abuela. Yo le hablé en cambio de que había aprendido a sembrar el arroz, a cuidarlo, y a cosecharlo. “Ayudo a mis papás en eso de vez en cuando” Le dije, cuando me preguntó si hacia eso todas las tardes. Pero por supuesto que no era todo lo que hacía, también me gustaba comer los dulces que me regalaban de vez en cuando, y tenía algunos cuentos que me gustaba leer de noche antes de ir a dormir. Después, hablamos de la escuela y de cómo eran nuestros compañeros y profesores. Donde Yurei estudiaba, me había dicho él, había muchísimos estudiantes, y tenían unos patios bastante grandes que utilizaban para jugar en el tiempo de receso. Lo mío no era tan diferente, mis compañeros igual eran divertidos, pero no eran tantos, y el pequeño patio igual lo utilizábamos para jugar con la pelota, pero no era tan grande.

La comida que estaba servida en los diferentes platitos sobre la mesa tenía un muy buen aspecto. Tantos colores y formas me habían abierto el apetito, y poco a poco fui devorando todo lo que estaba al frente de mí sin piedad. ¡Estaba todo delicioso! Había muchos pescados que nunca había probado y unas verduras que en ninguna parte del campo crecían, había también una bebida con te que hasta ese momento me resultaba desconocida.

Así pasaron los tres días que nos quedamos en la ciudad, y cuando volvimos al nuestro pequeño pueblito y a la vida normal, empecé a sentirme un poco triste. Iba a extrañar la ciudad. Y más a Yurei.

Pero entonces un día mis padres anunciaron que íbamos a vender la tierra en la que hasta ese momento habíamos vivido. Ya habían logrado sacar esos documentos que les hacían falta para probar que el terreno era nuestro. O bueno, nuestro hasta que se vendiera.



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En el texto hay: tragedia, flores, aventura misterio

Editado: 24.02.2021

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