Relatos del Bosque Rojo

Nuestra bandera es la mejor

La gente eligió sabiamente. El país llevaba requiriendo décadas un mandatario competente, y por fin, después de tanto sufrimiento y desesperación causados por las injusticias cometidas por los gobernantes anteriores. El pueblo me puso al mando del país que me vio nacer y me crio. ¡Un sueño hecho realidad!

Existen pocas personas realmente, que pueden manejar un país entero como es debido. Algunos optan por aceptar la descentralización del poder, y otros por las dictaduras. Algunos optan por ganarse la confianza de las personas con falsas promesas, y otros solo las cumplen. Algunos optan por firmar contratos que condenan la economía, y otros por firmar papeles que atentan la soberanía del estado. Pero yo, yo había llegado con una única misión en mente, y esta era hacer relucir a una nación que ya hacía mucho estaba perdiendo su brillo. Había llegado para hacer justicia y proteger a mi pueblo.

El ex presidente había sido asesinado por la oposición, y tan pronto como los medios cubrieron la noticia, supe que tendría que cuidar mis espaldas, diciendo al mundo no lo que quería oír, por supuesto, sino exactamente lo que tenía en mente. No había razón para mentir.

Así cumplí con mi cometido de mantenerme sincero en cada entrevista que hice, y cada discurso electoral. Me gane la confianza genuina de todos quienes compartían mi punto de vista a base de ello, e hice brotar sonrisas de indudable felicidad a muchos como consecuencia.

Y es por esto, porque la gente sabía exactamente lo que pensaba, y lo que prometía, por lo que a nadie le sorprendió los resultados de las elecciones unos meses después. La banda presidencial se deslizó con relativa facilidad sobre mí, porque sabía perfectamente que quien la portaba, haría resurgir al país del caos y la anarquía.

Los primeros días de presidencia, debo admitir, estuvieron llenos de adrenalina. El reloj jugaba en mi contra, y lo que tenía planeado hacer en tan poco tiempo podría haberse perjudicado o no haberse llevado a cabo si yo o alguno de los miembros de mi partido daba un paso en falso.

Estábamos viviendo una época delicada en el país. Una guerra civil parecía estar a punto de estallar cada dos por tres, y a pesar de haber ganado con una abrumante mayoría de votos. Aun se tenía dudas de la legitimidad tanto del proceso como del resultado. Estas calumnias, por supuesto, se nutrían de la ignorancia de la oposición.

Tras haber dialogado con un par gente importante que estaba a cargo de la supervisión del proceso electoral, y tras haber transparentado el proceso por medio de pruebas en vivo y en directo, logré algo que jamás antes ningún predecesor mío había logrado. Que el líder de la oposición se disculpara pública y formalmente por las falsas acusaciones.

Por supuesto que esto no cesó la rivalidad entre ambos bandos, pero por lo menos disminuyó considerablemente la frecuencia y la intensidad de las protestas violentas que se llevaban dando desde ya casi cinco años. Habíamos llegado a un pequeño período de tregua en el que se podía oler en el aire por primera vez en mucho tiempo la tranquilidad.

Pero claro, como ninguno de los asuntos realmente trascendentales estaba zanjado, volvieron las manifestaciones y las calles una vez más estuvieron cerca de convertirse en un campo de batalla. Una de las promesas que repetí muchas veces era la que daría voz a quien llevara ideas contrarias a la mía si con ello se efectuaba un diálogo civilizado y racional a modo de debate.

Cuando anuncié la reunión, las cosas se volvieron a calmar un poco, y con cierto orgullo puedo decir que cada vez que hablaba, más gente del bando contrario se sumaba al movimiento de la verdad. Reuní entonces a expertos del tema a tratar en cuestión, de tantas posiciones políticas como me fue posible por supuesto, y di luz verde para que se comenzara a debatir las ideas de forma civilizada. Al final, no se llegó a ningún acuerdo, como era de esperarse en un tema tan controversial, pero al menos pudo notarse un progreso en las ideas para posibles soluciones y una mejor aceptación de las opiniones contrarias. No había razón para festejar nada, pero tampoco para sentirse derrotados.

Continuó así, ejecutándose mi plan presidencial casi a la perfección, Entre las cosas que lograron los hombres a quienes encargué preciadas misiones, estuvo la heroica hazaña de en tan solo un año, haber reducido la tasa de criminalidad en un 30%.

No tardamos mucho tampoco, en poner en funcionamiento medidas que hicieron florecer la economía, y además, la corrupción dentro de varias instituciones gubernamentales estaba empezando a ser denunciada y penalizada en masa.

El descontento generalizado de aquel tercio de la población que apoyaba a la oposición, sin embargo, jamás se apagó del todo. Era imposible, sin más, convencerlos de que mi presidencia había traído lo mejor al país más que todos los mandatarios juntos que alguna vez apoyaron. Su orgullo se mantuvo intacto por mucho más tiempo del que yo hubiera deseado.

Algún que otro atentado se daba en la capital, sí, pero ni de lejos se asemejaba ya el escenario de aquel entonces a lo que se había estado viviendo en las calles durante los tres últimos periodos presidenciales. Los militares y policías que salían a poner orden en el caos ya no temían por su vida e integridad física porque la violencia en los enfrentamientos había disminuido. Y todo por las constantes charlas que daba en vivo junto a mis colegas.

No había necesidad ya de tener todos los días a decenas de militares custodiando la casa presidencial como antes, porque cada vez menos gente me llegaba a amenazar de muerte, y los insultos a mí y hacia mi familia, por consiguiente, también disminuyeron. Sin saberlo, y sin quererlo, la gente que antes daba su vida por contradecirme, empezaba a respetarme como era debido, como su legítimo mandatario que sabía realmente cuales eran sus necesidades.



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En el texto hay: tragedia, flores, aventura misterio

Editado: 24.02.2021

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