Ojalá alguien pudiera escuchar el sonido de mi guitarra. Pero parece que estoy solo, una vez más.
Ya que estoy con el ánimo, compondré una canción inspirada en este hermoso paisaje. No he estado jamás en un lugar parecido, y no puedo asegurar que vuelva a contemplarlo de nuevo, así aprovecharé al máximo mi estadía en este hotel tan peculiar que no he reservado.
Estoy empezando a tener buena suerte al fin, porque mi libreta de composiciones está a punto de acabarse, y este libro me ha caído como anillo al dedo.
No escucho ni siquiera el sonido del viento, y parece ser que los árboles se movieran de lugar cuando no los miro. Pero no importa del todo, porque ahora debo estar concentrado únicamente en sacar esta melodía de mi cabeza. El silencio de muerte quizá me ayude. Además, no parece haber nada que pudiera venir a desconcentrarme, los sonidos repentinos no son una cosa aquí.
* * *
Se está haciendo tarde, y como no he encontrado nada mejor que hacer, convertiré este libro en una clase de diario, supongo.
Bien, me llamo Alex, y tengo 22 años. Hasta hace poco, debo admitir, era un chico bastante inseguro, y por ello constantemente entraba en periodos de tristeza, en los que me dedicaba únicamente a tocar la guitarra. No lo llamaría depresión porque algo en el fondo de mí, una fortaleza extraña e imperturbable, nunca me permitía hundirme demasiado en los pensamientos negativos. Era, si tengo que compararlo con algo, como un salvavidas que no me podía quitar de encima por nada del mundo. A veces olvidaba que estaba allí y miraba el mar con desilusión, como si mue fuera a tragar vivo de un momento a otro. Olvidaba que no era capaz de ahogarme, y aun así me empeñara en gritar lo contrario a los cuatro vientos, al final del día venía este terco salvavidas y me sacaba de mi ensimismamiento a bofetadas.
¿Cómo es qué terminé incrementando la seguridad en mí mismo entonces? No puedo contestar esta pregunta con un par de palabras. Así que escribiré un par de anécdotas que contribuyeron a ello. Y como absolutamente todo en mi vida, tiene estrecha relación con el extraño mundo de la música.
Tendría unos cinco o seis años cuando por vez primera pude contemplar una guitarra. Sería por los sonidos que producía, o por la forma en la que vibraban sus cuerdas, por lo que me quedé hipnotizado todas las veces que llegaban a tocar una canción en esta.
Una vez descubierto el instrumento, no hubo marcha atrás; si veía una guitarra, corría a pedir que me dejaran tocar sus cuerdas, aunque fuera solo para generar una melodía sin sentido. Lo necesitaba, me hacía sentir un explorador, y encendía algo dentro de mí.
Mis padres, al ver lo que sucedía, se plantearon el comprarme una. Pero esperaron un par de años antes de hacer la adquisición, básicamente porque tenían que asegurarse de que mi entusiasmo no fuera pasajero. Nunca nos había sobrado el dinero, por lo que la decisión fue más que acertada. Esperé lo suyo, y al cabo de un buen tiempo que ni siquiera recuerdo haber percibido, pude sentir las cuerdas de mi primera guitarra bajo las yemas de mis aun rígidos y jóvenes dedos.
Al principio, apenas y hacía sonar las seis cuerdas al aire, pero luego, después de acordarme que los guitarristas aplastaban las cuerdas en los lugares de más arriba para que sonaran diferente, pude entender lo que estaba haciendo mal.
Pasaría mucho, sin embargo, hasta que comprendiera lo que era un acorde o una escala, en mayor parte, porque mi avance al aprender de manera autodidacta era extremadamente lento. Debo reconocer que jugar con las cuerdas y tomarme mi tiempo para inventarme melodías de cuatro segundos, me sirvió mucho para familiarizarme con el instrumento y comenzar a comprender la función de cada una de sus partes.
Estaba este amigo de mis padres que llevaba su guitarra acústica a todos lados, y que podía tocar, o así lo recuerdo yo, todas las canciones que se le pedían. Para un niño de nueve años como yo en aquel entonces, aquello era la cúspide de la inteligencia. Él, al ver mi entusiasmo y predisposición a aprender cosas nuevas, me dio un par de consejos y me enseñó a tocar las primeras canciones. Bastante simples, como era de esperarse, pero claves en la jornada de comprender que la repetición era la clave del éxito.
Pasé de jugar con la guitarra, a de verdad tocar melodías agradables al oído, y comprendí pronto que nada me hacía más feliz que ello. Puede deducirse desde ya que mi inclinación por aquel arte de moldear el sonido acabaría por moldearme a mí. O mi destino, ambas perspectivas son igual de válidas.
Había entrado a la secundaria, cuando empecé a comprender las cosas relevantes de la vida. Siempre sentí como en mi niñez, un velo de inocencia e ingenuidad cubría mis ojos de ver el mundo como un lugar extremadamente complejo. Para mí todo era bien rojo o azul. Y creo que lo mismo se aplica a quienes han tenido el privilegio de tener una buena infancia.
Darme cuenta de esto, fue tanto la causa como la consecuencia de la mayoría de mis crisis emocionales. Podía aparentar estar normal, y no me gustaba decirle a la gente que estaba mal, porque o bien no le daban importancia suficiente, o convertían todo en un drama que yo mismo nunca había recordado vivir. Y esta máscara de aparente serenidad solo ocasionó más problemas de los que llegó a solucionar.
Así es como empecé a simplificar mi esencia a la fuerza, para evitar que cualquier hilo proveniente del enredo de mi mente se soltara y me hiciera tropezar frente a todos. ¿Fingir, no fingir? ¿Qué era lo correcto? No lo sabía, y no quería pensar mucho en ello. Así, tras descartar un par de amistades y de romper definitivamente con un amorío estúpido de adolescente, fijé una única meta en mi vida, y esta era convertirme en un guitarrista que pudiera vivir única y exclusivamente de su abrumador talento.