Relatos del Continente y Más Allá del Mar

La balada del estanque azul

Había una vez un joven príncipe que vivía en un castillo solitario, rodeado de bosques y niebla. Su reino era vasto, pero su corazón estaba vacío. Pasaba los días mirando desde la torre, esperando que algo —o alguien— viniera a romper el silencio.

Una tarde, siguiendo un sendero que se abría entre sauces y juncos, llegó a un estanque tan azul que parecía hecho de cielo líquido. Allí, sobre una piedra húmeda, reposaba una pequeña rana de piel moteada. Tenía unos ojos grandes y brillantes, y sus labios húmedos parecían a punto de sonreír.

—Ven conmigo a mi castillo —dijo el príncipe—. No prometo un cuento de hadas… pero podemos empezar como amigos.

La rana parpadeó, y aunque su voz era áspera y rota, respondió con un leve "Croac - Croac” que sonó como un sí.

Desde aquel día, fueron inseparables. Cazaban juntos insectos extraños que el príncipe traía en bandejas de plata. Por las noches, se tendían en la hierba, mirando las estrellas y hablando de cosas que nadie más comprendería. El príncipe amaba cada detalle de ella: sus ojos, sus labios húmedos, incluso su áspera voz. En secreto, se decía a sí mismo que algún día, cuando llegara el momento, la amaría tanto que podría… devorarla. No por crueldad, sino porque en su corazón confundía el amor con el deseo de poseer por completo.

Pero un amanecer, la rana no estaba. El estanque estaba quieto, como si nada hubiera ocurrido. El príncipe buscó entre las cañas, debajo de las piedras, en cada rincón del bosque. Su larga capa se arrastraba por el lodo mientras gritaba su nombre, hasta que su voz se rompió en sollozos.

—¿Será que nunca volveré a verte? —susurró al agua.

Pasaron días. Y una noche, en un banquete, trajeron ante él un pequeño pez verde, con manchas en la piel y unos ojos que, por un instante, le recordaron a los de ella. El príncipe lo miró… y lo tragó entero. El sabor le llenó de tristeza y, de algún modo, de consuelo.

A la mañana siguiente, regresó al estanque azul. Se sentó junto al agua y miró su propio reflejo. Por un momento, creyó escuchar una voz ronca y dulce susurrándole "Croac - Croac” desde el fondo. Y sonrió.
Porque el amor, en su mundo, siempre acababa en el mismo lugar: en el estómago.




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