Dicen los viajeros que en las noches sin luna, cuando la tierra calla y solo se oye el latido del viento, los ojos les juegan trucos a los caminantes.
Yo lo viví. Caminaba solo entre las espesuras y las colinas secas, guiado apenas por la estrella del norte. El silencio era tan profundo que hasta mis pasos me parecían ajenos. Fue entonces cuando, a la distancia, vi un grupo de figuras quietas, erguidas como centinelas.
Creí que eran hombres —quizá bandidos o peregrinos— reunidos junto al camino. Sus siluetas se mecían suavemente, como esperando a que me acercara. Mi corazón golpeó fuerte; el bosque rara vez ofrece compañía gratuita.
Di un paso, y luego otro. El aire se espesó y las figuras parecían mirarme sin ojos, con rostros oscuros e inmóviles. No quise retroceder, pues el que da la espalda al monte suele perderse.
Cuando finalmente llegué frente a ellos, la verdad se reveló: no eran hombres, ni siquiera sombras, sino árboles retorcidos que crecían torcidos entre las rocas, con ramas secas que se alzaban como brazos. El viento los agitaba, haciéndolos parecer cuerpos en vela.
Me quedé allí un tiempo, riendo bajito de mi propio miedo, hasta que comprendí: no era un engaño de los ojos, sino una advertencia. El bosque, como los hombres, también guarda memoria. Aquellos árboles eran viajeros olvidados, petrificados por el tiempo, que aún intentaban caminar bajo el cielo nocturno.
Desde entonces, cada vez que paso cerca, les saludo en silencio. Porque quizá, algún día, yo también me quede de pie en la arena, esperando que alguien me confunda con un árbol y recuerde que estuve allí.
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Editado: 25.08.2025