Los tambores y maracas retumban por todos lados. Los colores vibrantes de adornos y vestidos, vislumbraba la vista, los bailes alegres de las comparsas alegraban las vías y niños corriendo por las calles sin preocupación hacían reír. Los adultos reuniéndose en las plazas, cantinas y casones para festejar con vecinos y seres queridos. El ambiente no era ajeno a la ocasión puesto que, esta semana se celebrará la fundación del pueblo.
Sin embargo, a pesar de la festividad tan esperada y tan aclamada, no se sabía con certeza el día en que se instauró de manera oficial. La historia de un año completo no había sido registrada y muchos de los primeros fundadores, según dicen, han muerto o se terminaron yendo de aquí. Muchos de los que habitamos actualmente el pueblo, vinimos aquí pero ofertas de trabajo jocosas publicadas en los periódicos, las cuales fueron ofrecidas por terratenientes que compraron gran parte de estas tierras en subastas.
A pesar de todo, ni los terratenientes sabían el pasado del pueblo. Los subastadores obtuvieron los papeles del terreno gracias a una apuesta y el anterior propietario las compró a un mercante nómada. Después de eso, se pierde el rastro de las escrituras.
Los habitantes sabemos dicha historia, pero hacemos caso omiso gracias a las buenas pagas de los capataces. Nos importa poco o nada el pasado del pueblo mientras podamos ganar algunas monedas para comprar comida.
Además, el mismo ambiente festivo del pueblo hace que ese tipo de cosas se pasen por alto.
–¡Claudio!-oí mi nombre gritar.
Giré mi cabeza en dirección de la voz para visualizar quién era la persona que me llamaba. Una figura alta, robusta y morena se acerca a mí, vistiendo unos ropajes coloridos con un sombrero de paja bordado con cinta azul. Era Paulino Rojas, mi jefe de sector en el trabajo.
–Esas vestimentas no pegan contigo, Rojas– exclamé mientras servía una taza de café para el desayuno. Paulino rió de manera exagerada y se acercó a la ventana de mi cocina.
–El capataz manda un recado: Tenemos el día libre para asistir a los festivales que se harán hoy– aquello fue dicho con un tono bastante despreocupado y con cierta alegría. A pesar de ser mi jefe, Paulino no era la persona más proactiva ni responsable de todas.
Me tomé un tiempo para procesar dicha información, preferiría ir a trabajar para ganar algunas monedas que no hacer nada en todo el día. Pero, muchos de los terratenientes que compraron las tierras, han respetado las tradiciones del pueblo de manera inquietante y esta vez no sería la excepción.
–Tendré que ver qué hacer...- pensé unos instantes-. Hoy es el festival de disfraces, ¿no? ¿Por eso vas de esa forma, Paulino?
–¡Claro! Tenía que ir combinado con la ocasión.
Asentí sin responder. Dándole un par de sorbos a la taza de café y masticando un pan duro, Rojas y yo continuamos la conversación con temas triviales. Salí a dar un paseo por el pueblo en donde ya tenía unos meses viviendo y ya estaba acostumbrado a su ambiente tranquilo y rural. Sin embargo, había zonas del terreno que eran bastante extrañas... Por así decirlo.
Una de ellas era la Plaza Central. Un sitio concurrido, verde, lleno de animales, ruidos y variedad de olores, transmitía cierta atmósfera extraña. La estatua situada a mitad de la plaza, era lo más raro del lugar. Un hombre sosteniendo en su mano derecho, la cabeza de un gato y en la izquierda, una serpiente. Pero la estatua no tenía cabeza, se sabía que era de un hombre porque esta no tenía camisa y los músculos estaban bien definidos.
Nadie sabía quién era el autor de dicha estatua ni que materiales la componían, no tenía síndromes aparentes de óxidos y las aves no defecaban en ella, además que la placa de la base era ilegible. Pasar por allí era tortuoso y, hoy, no fue la excepción.
Me dirigí a la Plaza Central debido al festival de artesanías que se desarrollaba en las calles de tierras inmediatas. Toldos y carpas de varios colores se posaban una al lado de la otra para formar una calle colorida y bulliciosa. De cada lado de la calle, había un vendedor en su pequeña tienda ofreciendo y vendiendo algo: collares, abanicos, ropa, sombreros, bolsos, zapatos, adornos e incluso, mecedoras.
Me detuve en el puesto de una mujer ya mayor. Dicho lugar estaba adornado con distintas plantas y partes de animales secas, anunciando brebajes y remedios para todo tipo de peste. No me detuve ahí por casualidad, mi esposa había sufrido un corte en la mano mientras cortaba cuero y dicho corte se había infectado.
–Joven, no sea tímido, pregunte sin miedo que le daré buen precio- dijo la anciana mientras se sentaba en su cojín.
Dudé un momento, el puesto estaba casi al final de la calle, donde la gente no pasaba casi. Además... Aquella inquietante estatua estaba justo detrás de nosotros. La situación no era normal, en absoluto, pero necesitaba curar la herida de mi esposa.
–Necesito medicina para un corte infectado.
No terminé de hablar cuando la mujer agarró un par de plantas de olor nauseabundo y una pata de gallo para envolverlas en un periódico amarillento y mohoso.
–Haga una infusión de todo esto y aplíquela estando tibia justo antes de dormir durante tres días. Serían diez monedas de cobre.
La anciana no me dió tiempo de procesar tal información repentina, tardé unos segundos en caer en cuenta de la situación.
–¿Diez monedas de cobre por esto? ¡Es muy caro!- contesté eufórico ante el elevado precio-. Estas plantas seguro se pueden conseguir en el monte de al lado. Bajale más.
La anciana no respondió. Levantó su mirada y la postró en la estatua. Se quedó observándola por alrededor de dos minutos enteros.
–Lléveselo sin darme nada.
Aquella respuesta me sorprendió.
–No me refería a eso, claro que le pagaré pero diez monedas no. ¿Le parecen bien la mitad?
La anciana se levantó de su cojín y empezó a recoger sus cosas. En ese momento la sujeté del brazo para evitar que siguiera, a pesar de todo, no quería ir sin pagar. Aquella acción fue respondida con un manoteo bastante fuerte y un grito diciendo que me largara del lugar. Las pocas personas que pasaban por ahí nos vieron de reojo y siguieron con su camino.