Relatos en tus ojos

I

Jueves, 19 de diciembre de 2019

Mi experiencia escribiendo es relativamente poca. A excepción de los escritos y tareas típicas de la escuela, no soy un escritor. Simplemente tengo la necesidad de expresarme. Verbalmente me cuesta, y mucho. Soy de las personas que se tropiezan con sus propias palabras, con un tono de voz bajo, una actitud nerviosa y excesivamente torpe. Si ese soy, un chico tímido y malo para socializar. Evito la mirada de las personas, las conversaciones y los lazos afectivos. Si, estoy aterrado, no lo negare. Nunca he sabido mentir, me pongo colorado, tartamudeo y al final digo la verdad, simplemente la verdad. No sé ponerme una máscara, una que sea correcta para la sociedad o simplemente para los de mi alrededor, no puedo, ingenuamente, lo intenté. Pero no sale bien. No haré chistes, ni sonreiré, ni daré un gran apretón de manos que pacte una falsedad, una historia inventada para eliminar aunque sea un poco, el vacío y el miedo a la soledad.

Recuerdo ese día, regresaba del pueblo de mi abuela, nuevamente me encontraba en la ciudad, los edificios, los autos... ¡El maldito tráfico! Yo claramente no estaba nada feliz, sólo olía el humo, observaba con tristeza los indigentes, las calles sucias y los periódicos con nuevas noticias de muerte, terrorismo, violación. Simplemente, devastador. Mi tío me llevaba en su viejo auto, escuchaba rancheras y cantaba a todo pulmón.

Yo trataba de distraerme viendo las montañas, lejanas de la ciudad. Eran encantadoras, el verde y las casitas. Sublime para mis ojos.

Yo en el fondo deseaba estar con la abuela, por lo menos me dejaba quedar encerrado por horas en la habitación, nunca me preguntaba nada, era lo mejor.

Llegamos y el tío me despidió, al observarme comprendí por qué cantaba de forma tan terrible y dolorosa. Aún deseaba hijos. No quise saber más, aparté mis ojos y le desee un buen viaje.

—Ya sabe, cuando quiera venir, lo vamos a esperar con los brazos abiertos, ¡chao! —soltó éstas palabras mientras se alejaba y movía el brazo en señal de despedida.

Yo solo sonreí, era el lugar más tranquilo, más indicado para desaparecer por unos instantes. Ah, ¡cuánto me gustan los pueblos!

Subí la calle empinada, me sentía cansado, simplemente con ver las mismas casas, la misma calle y esos terribles rostros que tanto asco me daban... Me daba una profunda desesperanza.

Toque la puerta un par de veces, nadie contestaba, no había señal de ser abierta. Me fastidió aquello, me pregunté, «¿Y ahora con que nuevo mozo se encuentra mamá?»

Me senté en las escaleras. Me volví para atrás y vi a la vecina observándome. «¿Y ahora qué quiere ésta?»

—Hey Leandro, ¿cómo andas? —soltó la vieja desde lejos.

—Estoy muy bien, señora.

—¿Estabas con tu padre?

—No, con mi abuela —dije secamente, no quería hablar con ella y, por supuesto, detestaba el interrogatorio.

—Ah, bueno, ¡para que sepa, su mamá no va a llegar! —dijo casi gritando—. Me dijo que le avisará, y también, yo misma la vi con un señor.

En ese momento desee tener llaves y poder entrar a casa, evitar la conversación con esa vieja y si era posible, morirme.

Observe sus ojos achinados, las arrugas y la ropa aniñada para su edad.

Ella seguía hablándome pero no entendí que me decía. Fastidiado por su existencia, bajé las escaleras y me fui de la casa. No me quedaría ahí. Baje la calle empinada y escuchaba tras de mí una y otra vez:

—¡Leandro! ¡Leandro! —su voz llegaba a lo más profunda de mi alma, quedando grabada en mi memoria—. ¡Oiga!

Maldita vieja, no puedo olvidarlo. ¿Cuántas de estás mujeres siguen existiendo? Ella sabía perfectamente quién era mi madre, estaba todo el tiempo escondida en la ventana, con la intención de pillarse un nuevo chisme para sus amiguitas.

Llegué al parque, ese asqueroso lugar donde además, se encontraba la iglesia. Recuerdo la hora, eran las 4:04, esos números que aparecían por todas partes, se me repetían una y otra vez. Mientras pensaba sobre ello, sentí que me tocaban el hombro. Me voltee paranoico y me topé con una sonrisa, un rostro angelical, esa chica que me hacía envidiar a la gente bella.

—¡Leandro! —lo decía de una forma tan dulce, sus labios eran delgados, ligeramente rosados, cuando sonreía y a la vez pronunciaba mi nombre, sus ojos se achicaban, escondían el café, pero además, sus oscuros secretos—. ¿Cómo vas? Hace mucho no te veo, nunca me cuentas nada.

Me sentí avergonzado, ella me intimidaba, siempre me contaba sobre su vida y bueno, de mi no sabía nada.

—Lo siento, Lucy —dije mientras evitaba su mirada—. Estuve en el pueblo de mi abuela.

A pesar de mi actitud, ella seguía sonriendo y hablándome con amabilidad.

—Ya veo, ¿cómo era ese pueblo? —soltó curiosa.

—Ehh, bueno... Yo, hmm -me enrede estúpidamente —. No lo sé.

Cuando dije eso solo quería correr y que esa belleza de mujer no me dirigiera la palabra nunca más. Sin embargo, ella no me miró mal, sólo se rió un poco y conservaba su vista en mi.

—Ay Leandro, ¿cómo así, no le dió una vueltecita al pueblo? —dijo mientras reía y se sentaba a mi lado.

—Exactamente. Yo... Simplemente me quedé en la casa, salí pocas veces, ya sabes —solte aún avergonzado.

—Nada raro viniendo de ti, siempre tan solitario —dijo mientras me sonreía.

Nos quedamos en silencio unos minutos hasta que ella dijo:

—¿Ya hablaste con Ana? —preguntó.

—No, aún no.

—Bueno, ella esta un tanto extraña, sale con gente muy... Tu sabes —dijo con asco, sin encontrar la palabra precisa para esas personas.

—Creo saber de qué gente hablas... —dije mientras recordaba a Ana acercándose a grupos de gente terrible y vacía.

—Mira, a ella le está gustando un tipo de ahí —dijo revoleando los ojos—. Adrián, ¿lo conoces?



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En el texto hay: diario, adolescencia, amistad

Editado: 09.11.2020

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