Relatos en tus ojos

III

Sábado, 21 de diciembre de 2019 

Hoy solo estuve en casa, necesitaba el ambiente cálido de mi habitación, simplemente quería paz. Y es que a veces no dejo de buscar esa sensación, si es que existe. Me pregunto cómo será, estar tranquilo de una vez por todas. Yo nunca estoy tranquilo, no sé por qué. Puedo quedarme quieto sin hacer nada, cerrar los ojos, apagar la luz y acostarme. Pero sigue sucediendo, no estoy tranquilo. En ocasiones me encuentro a mi mismo temblando aterrado, sin saber la razón de ello. Si salgo de la habitación usualmente me acerco a los cuadros, obras de arte que a mamá le encanta coleccionar, incluso los que ella misma ha pintado. Pero desde niño me han dado miedo, eran pintados de un modo horroroso, de forma tétrica, abstractas. Llevaban colores oscuros que recordaban a la muerte. Cuando mamá los pintaba siempre fumaba, cerraba la puerta y no me dejaba entrar. Desde afuera escuchaba su llanto desgarrador y poco a poco se calmaba. Al rato abría la puerta, me llamaba y abrazaba. Yo no dejaba de observar sus ojos, el maquillaje corrido y los labios mordidos por la ansiedad. Entonces comprendía las pinturas, por eso me aterraban. En ellos se apreciaba el dolor más profundo y terrible de mi madre. Plasmaba sus pensamientos más oscuros y autodestructivos, su pasado y las decepciones amorosas. Era ella en su parte más pura, más real. Así que cada vez que merodeaba por la casa, siempre tenía que toparme con el fantasma de mi madre. Esa mujer herida. 

En el presente, ella seguía saliendo con ese maldito calvo. El otro día tuvimos una conversación sobre él, ella se esforzaba por hacer el desayuno y yo olía que ya todo se había quemado. 

—¡A él le gustaron mis pinturas! —decía entre risas recordándome a una colegiala. 

Yo la observaba, mamá tenía cuarenta y dos años, pero era incapaz de ignorar su alma y, aspecto juvenil. Se había teñido de rubio, aún conservaba su figura, y era tan delicada que me recordaba a una muñeca. 

—Leandro, ¿te imaginas que me casará con él? Yo sería muy feliz... —decía mamá, no dejaba de hablar de lo mismo. 

—A mi él no me cae bien, es una versión nueva de los mismos hombres que siempre traes —dije, sin poder disimular mi enojo. 

—Ah, Leandro. ¡Vive el presente! Él no es como los demás, ¡yo lo sé! —soltaba mamá, entusiasmada como una niña. 

Así era ella, idealista y terca como una mula. Nunca me escuchaba, ¡nunca! Siempre se lo advierto, pero comete los mismos errores de ¡siempre! 

—Luego te va a caer bien ya verás, él me hace muy feliz, por eso, al menos intenta ser amable —decía mientras me servía el desayuno y fijaba su vista en mi—. Hazlo... Por mi. 

Ah, cuánto odiaba esa mirada, no podía negarme. 

—Bueno, bueno, agh. —dije fastidiado.

—¡Yei! Te amo, hijo —dijo y me besó en la mejilla. 

Se quitó rápidamente el delantal, se soltó el cabello y salió de la cocina. Tomo su bolso y escuché como abría la puerta.  

—¡Hasta luego, cuídate! —dijo mamá desde lejos, dejándome solo otra vez. 

Fijé mi vista en el plato, eran huevos revueltos y vi que estaban quemados y el sabor era insípido. Los deseché y subí a mi cuarto, aburrido de esta casa. 

Al subir, revise mi teléfono y encontré llamadas perdidas de papá. Le devolví la llamada preocupado. 

—¿Pá? —dije apenas él contesto. 

—Leandro, por fin contestas —solto molesto—. Voy para allá, no te vayas de la casa, te tengo que decir algo importante.

No pude ni contestar, él ya había colgado. Me quedé ahí, preguntándome que sucedía. No habíamos vuelto a hablar desde aquella vez, no había recibido ni una llamada hasta hoy. Esta supuesta mudanza, ya parecía algo que nunca iba a suceder. 

Estuve un rato acostado viendo uno de mis antigüos carros de juguete, uno me lo había dado papá, en una feria de la ciudad. Es de los pocos regalos que conservo de él. Recuerdo que ese día vi a un hombre que hacía trucos de magia, llevaba bigote y traje elegante. Sus zapatos de punta eran los responsables de su baile, si, un baile excéntrico lleno de energía, piruetas, saltos y canciones, si, su voz era hermosa y melodiosa me recordaban a las películas viejas, el sonido era similar a la ópera y las expresiones eran puras y exageradas. Ese hombre desbordaba talento, siempre me gustaba recordarlo. Sus movimientos eran tan rápidos que me costó fijarme bien en sus ojos, si, ojos verdes y de color raro, pero ocultos, perdidos, no deseaban ser leídos. Ese hombre fue todo un misterio para mí, ese mago talentoso y de auténtica belleza. 

El teléfono sonó y salí de mis pensamientos. Harto del sonido, contesté fastidiado.

—Aló —dije sin ánimos. 

Escuché ruidos extraños y poco claros del otro lado, incluso oía pasos, como si alguien corriera. 

—Leandro... —dijo susurrando. 

—¿Si? —dije sin reconocer la voz.

Nuevamente escuché pasos y al final la voz no era tan débil y fue más clara. 

—Leandro conocí a Adrián —dijo Lucy, a la que por fin reconocí.

Por mi parte me quedé confundido, sin entender. 

—¿Qué? —solté desconcertado.

—Si, Leandro. Hablé con él hoy, pero no fue a propósito, no creas eso —dijo con voz dulce pero emanaba cierto nerviosismo—. Simplemente las cosas se dieron. 

Yo seguía sin procesar del todo la información y me quedé callado. 

—Fui a la biblioteca de mi barrio, ya sabes, esa donde afuera la gente fuma y práctica skate —dijo ella aún nerviosa—. Entre y comencé a buscar un libro en específico, de repente me encontré a Adrián y me observaba, ya sabes, de esta forma morbosa y desagradable. 

Yo seguía callado y esperaba que continuará.

—Me molesté y seguí mi camino, pero él me seguía, yo lo ignoraba pero al sentarme, él se hizo a mí lado y se quedó un largo rato —dijo ella con molestia—. Ya harta le pregunté que quería y me contestó que nada, ya sabes, de esta forma cínica. 



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En el texto hay: diario, adolescencia, amistad

Editado: 09.11.2020

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