Relatos fragmentados

La chica con ojos de estrellas danzantes

Caminaba por las largas calles de la ciudad, recuerdo andar detrás de mi madre. Ella iba con algunas bolsas de colores, con letras y diseños en oro, marcas de los distintos lugares que ella solía visitar.  Durante nuestro recorrido, pude ver los letreros de tantos lugares, tantas tiendas de ropa, tanta gente que iba y venía por la acera, pero comencé a dudar de ellos. Parecían hipnotizados, caminando sin siquiera pestañear, casi como robots; sumado a eso, tenían una mirada perdida en la nada. Tropecé con uno, solo para comprobar su humanidad. Me miró por unos segundos, no me dijo nada, simplemente siguió caminando.

Parecía que era el único que prestaba atención a las luces de neón que bailaban al son de rítmicos sonidos encima de todos nosotros. Me separé de mi madre en algún momento y me encaminé por la calle principal de mi pequeña metrópoli. La luna decidió no salir esa noche. Seguí a la multitud que avanzaba con presurosos pasos, atentas solamente a lo que ocurriese delante de ellos, así que nadie se dio cuenta que había un niño que los seguía tan de cerca. Encontré algo curioso en su caminar, estaba seguro que lo hacían inconscientemente, pero era algo muy llamativo: Se movían al igual que las luces, a un ritmo. Solo que, de una manera desordenada, casi caótica. Comencé a jugar, copiando a las personas que iban y venían; primero, como algunos señores en traje, inflando el pecho y moviendo los pies pausadamente. Luego vi a un anciano que tenía una joroba bastante pronunciada, reposaba el pie izquierdo un poco más que el derecho. Un niño de mi edad me miró y comenzamos a copiar nuestros gestos hasta que su madre se lo llevó a otra parte, quedándome solo nuevamente.

Llegué, entonces, hasta una variedad de cruces que dividían los edificios y separaban las calles. En la parte del centro, en donde todos esos cruces convergían había una niña mirando hacia arriba, hacia los letreros que bailaban incesantemente. Pude ver en aquellos ojos el reflejo de esa bella danza. Era el mismo espacio, con las estrellas parpadeando, encendiéndose y apagándose en diferentes formas. Creí, por un momento, que era un ser de otro planeta. Y, aun así, era la única capaz de admirar aquel espectáculo de luces. Me miró sin previo aviso, sentí su mirada y su calidez. Me sonrió y, sin poder evitarlo, le devolví la sonrisa. No pude decir nada, no recuerdo haberlo hecho, el momento se queda estático. Un segundo después desaparece sin más y, con ella, todo lo demás.

Ahora apenas podía recordarla, pareciera que todo ese recuerdo no fuera más que un extraño sueño. Había momentos en que, de manera repentina, recordaba aquellos ojos llenos de estrellas danzantes, aunque ya habían pasado bastantes años desde ese suceso.

Iba a la universidad, a veces salía los fines de semana a tomar con mis amigos y ocasionalmente me acostaba con alguna chica, me amanecía con los trabajos que me dejaban y me demoraba demasiado alistándome por las mañanas. Pero en momentos de soledad, de tristeza, de angustia infinita, solo podía recordar aquellos ojos.

Cuando no hacía nada y dejaba a mi mente divagar, sin darme cuenta me ponía a dibujar. Casi siempre lo hacía fatal, pero me distraía suficiente haciéndolo. Primero hacía los ojos, profundos y redondos; luego, seguía con la frente, me demoraba dibujando cada cabello que adornaba el rostro, dejaba la barbilla para el final y, por alguna razón, terminaba siendo la misma cara que todas las veces aparecía. Tenía tantos papeles con los mismos garabatos.

Había perdido demasiado tiempo dibujando, pero..., aquella noche en donde el insomnio no me dejaba dormir supe que no era así. Solo sentía ganas de dibujar, una obsesión casi demencial me recorría el cuerpo, mi mente echaba chispas como si fuera una maquina a toda potencia. Me hacía mover el lápiz casi por instinto, ya conocía cada curva, cada tramo, cada cabello que caía hasta la altura de sus hombros. Seguí con ese ímpetu hasta las dos de la mañana, cuando finalmente acabé estaba repleto de sudor y tan inquieto que podía contraer una fiebre. Me tomé unos segundos para recobrar el aliento y fue, entonces, cuando la vi. Sabía que era ella, después de tantos años, por fin la veía de nuevo, mirándome con esos ojos que me obsesionaban.

¡Era grandioso! Me sentía tan dichoso por primera vez en toda mi vida. La toqué, sentía el frío tacto del papel, sus ojos eran lo más llamativo de ella, como siempre lo fue, pero su rostro..., tan detallado como estaba, dejaba ver aquella expresión tan particular que poseía. Un sentimiento extraño se hizo presente, uno que me decía que ya la había visto; muy aparte de mi efímero recuerdo, pero no pude recordar donde. Me comenzó a doler la cabeza y las ganas de vomitar no tardaron en aparecer. Fue un sentimiento que duró casi toda la noche, en la cual llegué a arrojar más de una vez. La inquietud se apoderó de mí, pero estaba seguro, aún en mi locura, que la había visto antes. Desde muy temprano me preparé y, a pesar de mi estado, comencé a buscarla.

Eran casi las seis de la mañana, me levanté y caminé en círculos por mi casa, sin poder hallar nada, luego me dirigí a la universidad. No desayuné, el apuro me hizo olvidarlo, había llegado antes que cualquiera así que decidí sentarme cerca de la entrada. Casi media hora después, los primeros comenzaron a llegar, algunos de ellos me ofrecían miradas indiferentes, pero yo seguí concentrado, observando detenidamente a quien pasara. Sentía mi cabeza calentarse y mis pestañas me comenzaron a pesar. Sin darme cuenta, mi mente comenzó a perderse en sí misma y mi atención ya no se centraba en nada, solo en el infinito laberinto de mis recuerdos, pero pude decir algo, al menos en voz baja dentro de ese estado: Tal vez, por algún milagro de un dios piadoso, me permitiría verla por una última vez.




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