aclaración
El material que ahora presentamos fue recuperado y archivado como un diario. Sus hojas, halladas dentro de una botella que la tormenta de aquella noche lanzó a una de las islas del remoto archipiélago de J. J. Fergher, traían consigo secretos que parecían querer permanecer ocultos.
El manuscrito cayó en manos de la policía, que se vio obligada a reconstruir cada página con extremo cuidado. En él se detallaba un caso de negligencia hacia un menor de edad, y, entre líneas, se narraban varios homicidios ocurridos durante el cuestionable viaje de su protagonista. Cada relato, cada palabra, parecía susurrar la sombra de un hombre cuya moral se desdibujaba entre la penumbra y la violencia, dejando un rastro inquietante que todavía hoy provoca escalofríos.
Capítulo 1; Las cartas de virgilio y el autor
Me llamo Dante johnstar. Soy un escritor de poca monta: apenas relatos paranormales que me ocurrieron hace años en mi vida , delirios de algunas cosas de cuando era niño , mezclados con la algo de redacción y toques de la escritura del momento. El libro que publiqué no fue lo bastante popular para sostenernos a Otame y a mí. Mi hijo tiene apenas cuatro años, y a veces me pregunto si mi cordura se tambalea con estos recuerdos que insisten en perseguirme.
Hoy estoy en casa. Afuera es invierno: el frío cala hasta los huesos, y la cercanía del océano vuelve el aire húmedo y pesado. La niebla se cuela por cada rendija, como si quisiera instalarse dentro de mí. Desde que nací la siento pegada al pecho. Llevamos días de lluvia y cielos plomizos, y a eso se suma la resaca que me atormenta. Nada resulta más cruel que el frío acompañado de una recaída: te roe la moral, te golpea como un tambor repitiendo «nunca más, nunca más». La frase queda clavada, filosa, como una daga que no cicatriza.
Debería sentarme a escribir. Si quiero que todo siga en pie y que haya dinero para mi hijo y para mí, no tengo otra opción. Pero mientras tomo i cuaderno y mi lápiz m, juro haber visto —entre la niebla de la ventana— una silueta quieta, observando.
Pronto me corté con el filo invisible que se formaba entre los vicios y las recaídas, un filo tan afilado que podía desgarrar más que la piel. No me preocupó mi escasa serotonina; mi mente, sin embargo, recordaba con claridad la energía que me recorría durante la madrugada, mientras bebía y fumaba tantos cigarrillos que tuve que cambiar el visillo de la cortina.
Un momento de ligera alegría me dio contar los pelos esparcidos sobre la alfombra, pero incluso eso era efímero. Mi serotonina escasa se sentía para mi cerebro como recoger trozos rotos de cristal con las manos desnudas. Aún así, me obligué a atravesar la alfombra manchada de vino tinto, a tomar papel y lápiz, a escribir algo mientras la presión me golpeaba la cabeza, susurrándome: “Eres un fracasado… ya escribe… todo depende de ti”.
El invierno estaba especialmente frío, y hoy no era la excepción. La lluvia golpeaba con insistencia las latas del tejado; la húmeda estela de mi gato al entrar confirmó que no estaba solo, aunque un escalofrío recorrió mi espalda. La tarde avanzaba lenta, y yo me sentía atrapado entre la obsesión y la desesperanza.
Descalzo, caminé desde mi habitación hasta el comedor sobre la fría cerámica, sintiendo cada gota de agua filtrarse en mi piel como dedos invisibles que querían arrastrarme hacia la sombra. Y en ese instante, el silencio no era paz: era una presencia, esperando, observando. Por lo que que mis pasos podían ser largos o cortos pero siempre destinados a la mesa de mi comedor donde siempre me sentaba a escribir . siempre e disfrutado del clima frio así que Por fin logré reunir, poco a poco, los cristales rotos de mi alma, hasta formar un vaso precario en el que apenas podía beber unas gotas robadas de la humedad del ambiente para saciar mi sed. A cada sorbo, sentía cómo mi garganta se llenaba de un sabor metálico, como si estuviera bebiendo la misma esencia de mis culpas. Con paso tembloroso llegué al escritorio, donde pretendía dejar volar mi imaginación; pero esta no se elevaba. Mis neuronas, asediadas, parecían incapaces de parir una sola idea en medio de un torbellino de inseguridades.
La presión de la recaída y la ausencia de moralidad resonaban en mi corazón, haciéndolo latir cada vez más rápido, como un tambor ritual. Era una taquicardia del cuerpo y del alma. Los recuerdos del dinero malgastado y de los actos de bajeza moral me golpeaban con imágenes fugaces y grotescas. Era como si algo me arrastrara hacia un espejo oscuro, obligándome a contemplar mis vicios más primordiales. Sentía que había apostado y perdido más que en una simple partida: había intercambiado diez minutos de euforia por horas enteras de estar a merced de pensamientos voraces y despiadados.
El punto de tinta que sostenía sobre el papel en blanco comenzó a transformarse en un garabato oscuro, casi vivo. Mis manos temblaban, la tinta parecía reptar, como si quisiera dibujar por sí misma símbolos antiguos, incomprensibles. La habitación se volvió más fría, y yo entraba, otra vez, en el clásico “nunca más”, ese abismo sin nombre donde las sombras de mis culpas cobraban forma y respiraban.
En ese instante de penitencia y cuestionamiento, adornado por la soledad y la oscuridad de mi casa, la lluvia resonaba de fondo. Esta vez parecía más segura de sí misma, como si hubiera entrado en confianza conmigo y con mi hogar, desatando toda su furia sobre el mundo humano. Pensé entonces en la alegoría de la vida misma: dadora y verdugo a la vez, esencial y destructora en cada sentido.
Ese calvario fue interrumpido de pronto por un sonido inconfundible: algo se deslizaba sobre el piso de baldosas de mi sala de estar. El ruido cortó todo extracto de silencio como una navaja afilada. Me levanté de inmediato de la silla, sin detenerme a pensar cómo había entrado aquella carta sin haber pasado las rejas exteriores de mi casa, ni por qué no había escuchado nada. Quizás estaba demasiado sumido en mis pensamientos. ¿Quién se tomaría tantas molestias un día tan lluvioso?