Relatos innecesarios

el faro del fin de la tierra .capitulo 2:esperando

Quedé helado. Todo rastro de resaca se desvanecía, absorbido por el miedo y la incertidumbre que me invadían al descubrir que aquel desconocido sabía tanto de mí… mientras yo no sabía absolutamente nada de ese tal Virgilio. Parecía conocerme de toda la vida con solo leer mis relatos. ¿Cómo podía saber todas esas cosas? ¿Cómo podía escribirme con esa precisión? ¿Acaso transmitía yo todo eso sin darme cuenta? ¿Había dejado al descubierto una parte de mi alma, de mi visión del mundo, o una mezcla inconfesable de todo aquello que me compone? ¿Estaba mi alma prisionera en sus manos, como un ave atrapada entre patas felinas, suaves y mullidas pero también filosas y letales?

El hecho de que mencionara a mi hijo era una daga directa a mi imaginación: información determinante, mencionada con elegancia y soltura, como para persuadirme de ayudarlo. Pero ¿qué podría saber yo? ¿Con qué podría ayudarle? ¿Por qué eligió mencionar a su hijo al final de la carta? ¿Quería que pensara en ello, que sintiera un lazo?

Me quedé largo rato con la carta entre las manos, tratando de descifrar su verdadero mensaje, preguntándome qué significaba, qué esperaba de mí… ¿Esperar qué? No podía, esta vez, bajar el perfil como siempre. Era una situación distinta, una que me exigía afrontarla. Pensaba en qué sería de mí, de mi hijo, o de ese Virgilio si no estaba dispuesto a responder. Así pasaron las horas, y posteriormente los días, mientras me sentía más confiado en mis propias respuestas, como si avanzaran solas, guiadas por una elección secreta de lucha.

Así fue como, finalmente, encontré mi respuesta: estaba esperando otra carta. Tanto, que comencé a desapegarme de mis deberes y responsabilidades. Nadie sabía de mí, como a veces ocurría en mis días de borrado. Pensaba en cómo podría alguien entregar una carta sin hacer ruido, y mantenerla seca bajo la tormenta. En qué podía yo ayudar a alguien así. Tal vez tenía algo que ver con las cosas que vi cuando niño… con el hombre del sombrero… o con algún conocimiento oculto que anhelaba impulsarme el ego como una inyección directa al corazón.

Un día, otra lluvia llegó sobre la casa. El techo me lo anunciaba, contándome, gota a gota, la historia de un hombre vacío y de una carta que lo esperaba en silencio. ¿Qué más podía esperar de él, de mí mismo? Hacía tiempo que la vida ya había multiplicado mi alma por cero, al igual que mi existencia. Y, aunque debía admitirlo, no hacía nada por salir de ese sentimiento. Cada vez que me sentía miserable, me sentía, en cierto modo, bien… como si estuviera expiando una culpa, pensando que lo merecía.

Podrías pensar en que tenía un hijo, pero él no eligió quererme ni estar junto a mí. Para mí, todo lo externo era igual a cero. Entre tantas gotas sobre el techo y tanta melancolía, un sonido cortó el viento de lluvia y entró bajo la puerta, trayendo consigo el aroma a tierra mojada y, con él, otra carta. Esta vez pude retener ese instante, disfrutarlo mejor… pero solo me invadió una sensación de pérdida, de haber ya agotado el estímulo antes de recibirlo.

¿Y ahora qué? ¿Qué me daría esperanza ahora? Me agaché y tomé la carta rápidamente del piso, palpándola para saber si estaba mojada. No. Estaba seca, igual que la última vez. Saqué la carta del sobre y lo dejé encima de la carta anterior. Un escalofrío me recordó que ya había consumido la espera: tenía en mis manos la nueva misiva. ¿Sería esto una broma? ¿Quién podría hacer algo así, tan lejos de todo? Decidí, temblando, posar mis ojos otra vez en la carta de papel hilado…

Estimado autor:

Espero que esté preparado para emprender el viaje que nos aguarda, como aquellas aves que esperan la estación para emigrar, enfrentando desafíos que podrían consumirnos o iluminar nuestros caminos, según cómo enfrentemos la oscuridad que nos rodea. Aproveche este instante, pues en él podrá entrever aquello que permanece oculto a la mayoría: la bruma y la niebla que cubren la vida de los hombres no son simples sombras, sino guardianes de secretos que hielan el alma.

He hecho llegar estas cartas con cierta facilidad, como si alguien —o algo— abriera caminos invisibles ante usted. Considere cada palabra, cada giro de tinta, como un reflejo de lo que sabe sin que yo se lo haya contado. He leído fragmentos de su memoria, los ecos de su infancia, los momentos que guardó en secreto: el hombre del sombrero, los instantes que creía olvidados, incluso las emociones que nunca nombró en voz alta. Todo eso me guía para encontrarlo… y para que usted me encuentre.

No es casual que estas palabras lleguen ahora, en este instante, cuando su alma está más vulnerable y su voluntad, más quebrada. Si acepta mi invitación, nos veremos el día once de julio, en Ciudad del Cabo de Montt, el punto austral del mundo. Allí lo esperado no será solo humano; lo que nos aguarda tras la bruma pondrá a prueba no solo su mente, sino lo que cree saber de usted mismo.

Prepárese, autor. Lo que está por venir no se olvida, y su sombra ya ha comenzado a seguirle incluso antes de que lea esta carta.

Virgilio




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